Cuando supimos que el 15 de noviembre pasado un niño nacido en República Dominicana había anotado el número ocho mil millones a los que llegó ese día la población mundial, hubo muchas opiniones encontradas. Unas de miedo frente a los cada vez más escasos recursos alimentarios para todos lo habitantes de la tierra, otros de esperanza en que la ciencia encontrará la forma de que aumente la producción agrícola con estándares más eficientes, bajo el supuesto de que los gobiernos y organismos de cooperación luchen contra la especulación de los precios de los alimentos.
Fue en ese momento cuando escribí una columna en la que comentaba que desde inicios del siglo XIX el inglés Thomas Robert Malthus señalaba los riesgos que tiene el crecimiento de la población mundial pues ésta crece en progresión geométrica mientras que la producción de alimentos aumenta sólo en progresión aritmética, desproporción que tiene vigencia actual dado que hoy más que nunca el riesgo del hambre ensombrece el futuro pues la población se halla siempre limitada por los medios de subsistencia que son menores que el crecimiento demográfico del planeta.
Próximos a celebrar la fiestas navideñas con sus días de alegrías y nostalgias, traigo a la memoria Un cuento de Navidad del escritor inglés Charles Dickens, el mismo autor de Oliver Twist y David Copperfield, entre otros, que conocimos en nuestra infancia porque nos contaron la historia o tuvimos la suerte de leer. Dickens no aceptó en silencio la doctrina, contundente y sustentada de su contemporáneo Malthus. Reaccionó pero no en el mismo terreno de la economía demográfica. Lo suyo era la literatura. En Un cuento de Navidad, Dickens cuenta de manera muy gráfica por cierto y muy pedagógica la historia del señor Scroog, un comerciante rico, pero avaro y mezquino que no ayuda a nadie, ni siquiera a socorrer familias abocadas a pasar la Navidad en penuria. Se escuda en que ya existen instituciones caritativas y piensa que si faltan los recursos para atender a todos los necesitados, no importa que los más débiles mueran. Al contrario, se disminuiría el exceso de población. Indudablemente, Dickens pone a hablar a sus personajes como malthusianos que abogan por la restricción de la natalidad a cualquier precio y proclives a la selección natural. Pero también se percibe el sentido cristiano de la vida con el que se expresa el escritor. Poniendo en escena la intervención de unos espíritus que se le presentan al comerciante Scroog, hace pasar a éste por unas fases que lo llevan a un cambio profundo de sus valores. Sobre el telón de fondo de una Londres sombría y brumosa, fría y húmeda, los tres espíritus le abren los ojos sobre su pasado egoísta para convertirlo en un ser amistoso que se regocija con la alegría de los niños, visita a los más pobres y comparte con ellos su riqueza. La oscuridad de Londres se disipa, se llena de luz, de aires de frescura. El comerciante ha descubierto al prójimo, escribe Dickens, se ha redimido. Termina su cuento exclamando : ¡ojalá pueda decirse eso de nosotros!