En días pasados leí que una mujer, que vive en algún lugar de la Sierra Nevada de Santa Marta, había perdido a su hijo de seis años. El niño se fue con su padre por esos sitios que son tan hermosos, y hacía ya tres semanas que no habían regresado. Supo que el marido se ahogó en uno de los ríos que bajan de la montaña, pero del niño no tenía noticias. Con la capacidad de esperar contra toda esperanza que tiene una madre por los hijos, le dijo a la prensa que presentía que su hijo estaba vivo.
Esa es la penosa historia que muchas madres tienen para contar por todas las regiones del país. En otros casos, han sido los grupos armados fuera de la ley los que se han llevado a sus hijos, tema recurrente del reclutamiento de menores que nos desgarra sin que sepamos todavía cuál es la verdad que hay en el fondo, porque aún no la han contado por completo los victimarios. Un grupo de madres del oriente del país le contó a una revista hace dos años el inmenso sufrimiento que ha vivido desde que sus hijos fueron reclutados por las guerrillas para nunca volverlos a ver. En una entrevista que le hicieron, una de ellas dijo sin ningún rencor, y más con ánimo de reconciliación, que ya llevaba años destapando fosas y que muchos desaparecidos no regresarán con vida. Guardó silencio sobre el suyo.
Uno se pregunta qué puede sentir dentro de su alma una madre que habla a solas con el hijo que le quitaron, del soñar despierto con lo que estará haciendo en alguna parte donde esté, qué comerá, cómo dormirá. Son situaciones tan dolorosas que son inimaginables, pero que también nos pueden dejar indiferentes cuando nos habituamos a pensar que la vida en Colombia es así. Que ese es el pan nuestro de cada día. A la tragedia nuestra de la violencia le faltan todavía muchas catarsis, y tantas otras purificaciones de las pasiones colectivas, para que encontremos el camino de la paz y la reconciliación. Los poetas de la antigua Grecia fueron unos maestros en el arte llevar a la escena los dramas más intensos de su tiempo.
El poeta trágico Esquilo nos presenta en su obra “Agamenón”, caudillo de la expedición contra Troya, enfrentado a un destino cruel, impuesto por Artemisa: para que los vientos les fueran favorables a sus naves, la diosa le exigió que sacrificara a su hija Ifigenia sobre un altar de piedra. Pero la memoria colectiva fue tan sensible a esa horrenda imposición que prefirió cambiar la historia contándonos que la misma diosa se apiadó de la niña y sustituyó a Ifigenia por un cierva, convirtiendo a la hija del líder aqueo en sacerdotisa de sus ritos en una región del norte de Grecia. La memoria popular se inclinó por recordar ese momento insufrible, reemplazándolo por rituales de sacrificios de toros y ciervos en lugar de la muerte de Ifigenia.
Las historias de padres y madres que no han vuelto a ver a sus hijos, pero que los presienten vivos en algún lugar, son comunes en numerosas sociedades. En la memoria de los progenitores, la resistencia a la muerte es más recia que aceptar la pérdida de sus hijos.