Libros prohibidos
Una puerta herméticamente cerrada impedía el paso a los lectores curiosos, que no éramos pocos. Nos advirtieron que los libros que estaban adentro se hallaban en el Índice, término de origen latino que se formuló en tiempos de oscurantismo religioso para catalogar lo prohibido.
Las Ferias del Libro son motivo de celebración y más en estos tiempos del virus en los que se oye hablar del aumento de la lectura –ojalá sea cierto-, debido en parte al encierro al que hemos sido sometidos en los hogares. En mi época de estudiante de Letras en el seminario, otra especie de encierro, leíamos mucho aunque queríamos leer más, sobre todo los libros prohibidos.
Había un lugar en la Biblioteca General al que no se podía entrar. Una puerta herméticamente cerrada impedía el paso a los lectores curiosos, que no éramos pocos. Nos advirtieron que los libros que estaban adentro se hallaban en el Índice, término de origen latino que se formuló en tiempos de oscurantismo religioso para catalogar lo prohibido. Cuando pasábamos por delante de la biblioteca nos imaginábamos que ahí estarían el codiciado Arte de amar de Ovidio, que todavía hace sonrojar a más de uno; el libro cuarto de la Eneida de Virgilio, donde se narran escenas supuestamente libidinosas, pero que no lo son, de Dido, la reina de Cartago, con el troyano Eneas; El Decamerón de Boccaccio; La religiosa de Diderot, preciosamente llevada al cine por el realizador francés Jacques Rivette con la actuación estelar de Ana Karina, y por supuesto todos los libros del Marqués de Sade pues ninguno se salva de la condena por llevar al extremo, precisamente, el sadismo. Pero resulta que también se encontraban en el Índice las obras de René
Descartes, las de François Rabelais, y hasta las de Copérnico y Galileo, dado que las posiciones científicas de estos dos últimos sobre el giro de la tierra alrededor del sol contradecían los dictados de los tribunales de la Inquisición. No ocurría, por tanto, que los libros prohibidos fueran solamente los que contaban historias abiertas o aparentemente impúdicas.
Sucedía entonces que en algunas noches yo miraba por la ventana de mi habitación, que daba hacia la puerta de la Biblioteca, y en ocasiones vi al bibliotecario que salía con unos libros que yo suponía eran los que estaban prohibidos. Así funciona la mente. Pero los tiempos han cambiado y hoy parece que no hay libros prohibidos, o alguna entidad que se ponga a prohibirlos, con excepción de algunos regímenes políticos. Pero sí existe la censura, como acabo de leer que se le hizo en Facebook a un cartel publicitario de la última película del español Pedro Almodóvar, “Madres paralelas”, que muestra un seno de donde brota una gota de leche materna. Ante las críticas que llovieron, y con razón, -¡pero sí es la imagen borrosa pero quizás más tierna que tenemos de la infancia!-, Facebook dio marcha atrás y restauró la publicidad.
En El Nombre de la Rosa, Umberto Eco describe cómo, en un exceso de fanatismo homicida, en la biblioteca de una abadía medieval algunas páginas de la Poética de Aristóteles tenían veneno para que, al pasarlas, después de humedecer el dedo en la boca, el lector intruso se envenenara. Aunque la aversión integrista a los libros parece inexistente hoy, lo que queda de prohibitivo son los precios por falta de una política pública de apoyo a la lectura.
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