Me imagino que hay incontables estatuas de Cristóbal Colón en el mundo. A unas pocas las he visto en algún viaje, sin poner mucha atención. Las otras son las dos que mi memoria conserva desde la infancia. La de mi primer recuerdo estaba en la plaza de San Nicolás en Barranquilla, que después mudaron al bulevar de la 50 con calle 56. La segunda lo mostraba con la reina Isabel la Católica en la Avenida de las Américas. De esta última tengo un recuerdo fotográfico, porque la vi cuando llegué a Bogotá por primera vez y me sorprendió por su tamaño. Es que uno ve majestuosas las cosas cuando está pequeño.
Ahora las estatuas de Colón caen derribadas en muchos lugares. Dicen que el descubrimiento de América fue un genocidio y culpan a Colón. Otros acusan de vándalos a quienes las derriban. Es un buen momento para retornar a la historia y volver a lo que una vez nos asombró. A mí me fascinó hace mucho tiempo la lectura del Diario del primer viaje Colón, que tengo lleno de anotaciones, y, por supuesto, sus Cartas a los Reyes, documentos que el historiador y filósofo búlgaro-francés Tzvetan Todorov comenta con lujo de detalles en su libro “La conquista de América. La cuestión del otro”, publicado en español en 1987. Colón llegó a lo que después se llamó América, -cuánta ingratitud-, con mentalidad medieval, una especie de Quijote de la Mancha, y no con el pensamiento modernista de Américo Vespucci, que venía de Florencia, ciudad intelectual y artísticamente adelantada para su tiempo. El móvil de Colón, dice Todorov, iba siendo cada vez menos el oro mismo, que se creía que inundaba todas las Indias, aunque sabía que era un compromiso llevarlo a España con el fin de recompensar a los Reyes que habían financiado su empresa de navegación. En el cuarto viaje, Colón afirma que quiere encontrarse con el Gran Khan, emperador de China, cuyo retrato inolvidable había dejado Marco Polo. Antes de partir a lo desconocido, el Almirante leyó con detenimiento la memoria de viajes del veneciano.
Por otro lado, escribe en una Carta al papa Alejandro VI, febrero de 1502: “Yo espero en Nuestro Señor de divulgar su Santo Nombre y Evangelio en el Universo”. Por lo que se ve en las cartas que le envió al papa, uno ratifica que Colón era un piadoso cristiano, que se sentía elegido para una misión divina. No era solamente un Quijote de mentalidad medieval. Más aún, el fraile dominico Bartolomé de las Casas, defensor de los indígenas contra los abusos que estos sufrieron, -considerado un biógrafo de Colón-, nos ha dejado un retrato del descubridor de América, que señala su obsesión tanto por el cristianismo como por las cruzadas: cuando encontraba oro o cosas preciosas, Colón se arrodillaba, daba gracias Dios, y reiteraba su confianza en que lo tuviesen digno para reconquistar el Santo Sepulcro. Una misión que las Cruzadas tenían para rescatar “la tierra santa y la casa de Jerusalén” para el cristianismo. Colón no sospechaba lo que iba a pasar con la conquista en la dirección tan opresora que tomó después.
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