Una de las charlas más concurridas del Hay Festival la semana pasada en Cartagena, con un lleno completo del auditorio del Centro de Convenciones, fue sin duda la de Irene Vallejo. La autora de El infinito en un junco atrajo a un numeroso público que daba gusto ver no solo por el rompimiento mágico del aislamiento con el que nos ha golpeado la pandemia sino por la constancia de que la mayoría presente había leído su hermoso trabajo sobre los orígenes del libro desde los llamados papiros.

Se sentía la emoción que produjo su obra en los aplausos recurrentes que le brindamos tras escuchar en su preciosa voz frases hilvanadas con una gracia y un tono cristalino inconfundibles. No es común que un autor de no ficción atraiga a tantos seguidores, a todas luces ávidos lectores que como yo hemos disfrutado del encanto de sus palabras escritas sobre un tema que parecería no despertar tanto interés en un medio como el nuestro donde la lectura de libros no le gana en asistencia a un espectáculo musical como suele pasar en los conciertos de los grandes intérpretes de canciones populares. Pero sucedió. La escritora de Zaragoza, España, tiene aquí un público cautivado con su obra.

Un momento muy emotivo fue cuando repitió en voz alta el pasaje de su libro donde narra que su madre le leía cuentos infantiles todas las noches para atraerle el sueño como una liturgia íntima entre las dos, y aquel otro cuando el abuelo la llevaba de la mano por las calles de su ciudad natal, y al encontrar una cáscara de banano arrojada en el suelo, la recogió y echó al basurero para que algún paseante futuro no fuera a resbalarse, no sin antes decir que aunque nadie iba a enterarse de ese gesto, lo que importa es saber que el bien es sigiloso y tímido, no hace ruido pero existe.

Fueron muchos los párrafos de su libro que citó de memoria pero quizás el que más nos conmovió a todos fue en el que narró un secreto de su niñez, que por lo general, y por vergüenza y pena, uno se guarda allá bien adentro de los recuerdos oscuros por lo ingratos. Fue la recordación del matoneo que sufrió en silencio en la escuela, porque delatar a los compañeros que se lo hacían era peor que callar : era un golpe seco por el balonazo que le lanzaban en el recreo, los empujones fuertes para tumbarla, la burla por llevar puesto el frenillo de dientes, las bromas crueles de niños depredadores que la humillaban a la vista de los otros que callaban por miedo. Contar esos recuerdos en un escrito que trata de los orígenes del libro suena excéntrico, fuera de lugar, -como se lo dijo el editor del libro-, pero Irene quiso que fuera así porque confesarlo es un acto de liberación que es la labor de la escritura. Uno escribe también, y quizás más que todo, para liberarse de las ataduras del pasado.

Al regresar a Barranquilla leí las noticias de prensa sobre el retorno innumerable de niños y jóvenes a las clases presenciales en escuelas y colegios. No pude dejar de pensar en la confesión de Irene, y en el matoneo habitual entre niños y adolescentes dentro de los muros escolares.