
Déjennos la paz
Al cumplirse cuatro años de la firma del acuerdo de paz, se han hecho los debates necesarios sobre lo pactado, sin que hayan faltado las embestidas de quienes están en contra de lo acordado y la de quienes lo defienden a ultranza. Éstos repiten que es el mejor de los acuerdos posibles, y aquellos replican que fue lo peor que pudo pasarle al país.
Como si el justo medio no existiera, sonaría a provocación alzar la bandera blanca de la paz. Uno tiene la impresión de que hay que tomar partido por uno de los extremos, si quiere opinar o participar, cuando precisamente se trata de un tema que concierne eminentemente a los ciudadanos sin color de partidos. La paz no tiene dueños. Alcanzarla es una aspiración legítima de cualquier individuo que sabe que habita con otros este mundo y desea convivir con ellos. Llegado a los setenta años de edad, el filósofo alemán Immanuel Kant publicó un breve ensayo que tituló “La paz perpetua”. Al acabar de poner el título, recordó que en el cartel de una posada holandesa alguien había dibujado un cementerio, y sintió que esa inscripción de “paz perpetua” en su libro iba a ser tomada como si él propusiera la paz de los muertos. Se le ocurrió como solución dejar el título que ya había puesto y más bien escribir una corta introducción en la que cuenta lo del cartelito holandés.
Pienso que Kant lo que hizo fue poner sobre aviso al lector y, al tiempo, reírse de sí mismo con esta anécdota, pues ahí mismo escribe que los líderes políticos y los gobernantes nunca están contentos si no es haciendo la guerra, y que los filósofos en cambio no son sino unos soñadores cuando proponen tomar la paz en serio y para siempre. La paz ciertamente es un sueño, pero es válido soñarla, y nos la merecemos en un país ya acostumbrado al conflicto lastimosamente. Así como la paz no es una mercancía tampoco es algo que se puede definir exclusivamente en un acuerdo. Es resultado de un pacto que tiene limitaciones, y que por tanto hay que procurar disminuirlas lo más posible para hacerlo viable. No es haciendo más guerra, ni siquiera con palabras, como se consigue, pues la agresividad se inflama con términos verbales incendiarios, y el conflicto vuelve y aparece.
La paz parte de un estado del alma que uno instala en sí mismo y trata de compartir con otros. Pero también de permitir que otros compartan con uno en el marco de la tolerancia. En nuestras tierras caribes su metáfora es brisa de diciembre, es velero que navega en la bahía segura, es alcatraz que vuela sobre el mar llevado por el viento, es canción que se pasea por las sabanas de la Costa. Y es también, -cómo no- resistencia tranquila y firme que se opone a todo el que quiere encender los ánimos, adueñarse de su significado, aprovecharse politiqueramente de ella en tiempos turbios, que ya empiezan a volverse turbulentos con la proximidad de nuevas elecciones. La paz es la promesa de la tierra prometida a la que se va llegando después de atravesar desiertos. Son motivos para decir: déjennos la paz, pero que no sea la de los cementerios.
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