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Opinión

Campos de exterminio

Hace ya mucho tiempo, estando en Munich, visité lo que fue el campo de concentración de Dachau, distante a unos 13 km de la capital bávara. He recordado con estremecimiento el recorrido que hice por los barracas donde fueron encerrados cientos de miles de enemigos políticos del nazismo, testigos de Jehová, católicos y judíos, en su gran mayoría, después de la noche de los cristales rotos. He recordado, de manera imprecisa, las palabras que un prisionero sobreviviente le había oído decir a un jefe nazi de aquel sombrío lugar : “No estamos aquí para tratarlos de un modo humano. No los consideramos humanos, sino seres de segunda clase.”

Sin embargo, no son palabras, ni tampoco imágenes, las que permanecen indelebles en mi memoria sino los olores, pese a lo escrito por Ítalo Calvino sobre la fragilidad y desgaste de lo que una vez el olfato humano detectó. Tal vez exagero, tal vez digo lo que no es posible decir: lo que más recuerdo de aquel día, del aquel lugar, es el olor a carne humana quemada. No me acuerdo bien de nada más del campo de concentración de Dachau, en donde a partir de 1941 empezaron a funcionar los hornos crematorios, parte de la gran máquina de extinción en que se basó la Solución Final que Eichmann se encargó de llevar a cabo bajo las órdenes de Hitler, su patrón.

En cambio, tenía muy grabadas las ideas del psiquiatra austríaco Víktor Frankl, padre de la Logoterapia, prisionero de Dachau, quien, tras su liberación en 1945, escribió una gran obra en busca del sentido de la vida, - si es que podía haber alguno después del horror del Holocausto, después de la Shoah-. En otra ocasión, esa vez en Berlín, unos amigos me invitaron a ir al campo de concentración para mujeres de Ravensbrück. No tuve ánimos de hacer el recorrido. Me acordaba con pesadumbre de los momentos vividos en aquel campo por Milena Jesenská, que Margaret Buber-Neuman, compañera de prisión, narra en su libro sobre la prisionera checa con la fuerza de quien fue su única confidente. Milena vivió una relación amorosa intensa con Franz Kafka, sobre quien el escritor checo escribió:  “es un fuego vivo como yo jamás había visto”-. Franz, arrastrado por el miedo, por la pusilanimidad, por  vacilaciones inauditas, terminó la relación con Milena, pero ésta lo siguió amando hasta su muerte en Ravensbrück.

Con motivo de la conmemoración de los 75 años de la liberación de los prisioneros que quedaban en el campo de concentración de Auschwitz, al término de la segunda guerra mundial, los recuerdos de Dachau y Ravensbrück, se agolpan en mi memoria. Tal vez tenía razón el filósofo alemán, de origen judío, Theodor Adorno : después de lo que pasó ahí, no hay lugar para la poesía. Es posible interpretar las palabras de Adorno como una hipérbole de un dolor insufrible. Pero lo que no se puede entender es que el exterminio de millones de judíos, gitanos, presos políticos, creyentes religiosos, no haya sucedido, como pretenden los seguidores del negacionismo del Holocausto.

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