Viví cuatro años de mi adolescencia en las cercanías de Zipaquirá. Fueron los años del bachillerato que hice en el seminario-colegio que los padres jesuitas tenían en una finca que se llamaba El Mortiño. Pero por ser ambiente campestre la vida no era de club. Nos despertaba una campana a las 4:30 de la mañana, cuando el cuerpo estaba aún tibio bajo las cobijas en aquella fría campiña sabanera. A los que nos gustaba el deporte, como a mí el baloncesto, nos tocaba desperezarnos más rápido para bajar a la cancha a entrenar en semana, a menudo bajo esa llovizna pertinaz que cae en el altiplano cundiboyacense.

No me sienta mal como costeño contar esta parte de la historia sabiendo por enésima vez que García Márquez estudió el bachillerato en un colegio del casco urbano de Zipaquirá. Y mucho menos ahora cuando Egan Bernal, El cóndor de Zipaquirá, ha ganado a los 24 años el Giro de Italia, y antes el Tour de Francia, para gloria suya y alegría de los colombianos que atravesamos en este momento no digamos los gloriosos sino los dolorosos como en el rosario. De algo o de mucho espero que nos sirva este triunfo suyo en Europa, allá donde ciertos compatriotas, al revés del campeón, nos hacen quedar como parias regando una mala imagen del país.

Egan no se arropó con la bandera del “nos están matando”, mientras subía y bajaba por las montañas de Italia en bicicleta. Al contrario, en sus primeras declaraciones dijo que quiere regresar pronto a Colombia, la tierra que ama. ¿Volver a esa Colombia donde matan a los jóvenes?, pensarían algunos europeos mal informados por algunas ONGs.

Es necesario que el Estado escuche a los jóvenes, que aumente el presupuesto de la educación y la matrícula cero, que los jóvenes participen con ideas en la democracia. Pero que no sea quemando etapas. La justicia no consiste en que la tengan fácil sino en que haya igualdad de oportunidades, pero también con reconocimiento a los méritos de cada cual. Y todo eso se gana madrugando para entrenar, esforzándose en el estudio, teniendo aguante para llegar lejos, por sí mismos y no con dádivas, dándole duro para resistir los trayectos extenuantes y superar los hándicaps. No son cosas del pasado. Por muchos años, y hasta reciente fecha, fui testigo de los largos recorridos en bus que tenían que hacer, y todavía hacen, los estudiantes universitarios para llegar a las seis y treinta de la mañana a la clase de química, de cálculo o de filosofía. Y a nadie le hizo daño esa lucha por ser mejor; por el contrario, los que se esforzaban más eran siempre los que sacaban mejores notas y puntajes en las pruebas Saber. Lo que sí es cierto es que el mercado no está ofreciendo más empleo a los jóvenes; pide experiencia cuando no la puede tener quien acaba de terminar sus estudios; paga salarios mínimos cuando empiezan a trabajar pero sin promocionarlos con mayor remuneración después. A nosotros, veteranos de muchas batallas, nos corresponde seguir reclamando que los jóvenes tengan más oportunidades y no los conviertan en carne de cañón callejera las ideologías del odio.