
Duque no había puesto un pie en la Casa de Nariño cuando ya se sabía que arrancaría su gestión con un boquete fiscal. Ese déficit, según se ha dicho, es la diferencia negativa de los ingresos y los gastos de la administración Santos. La verdad no tengo noticia de un gobierno nacional, en los últimos cuatrienios, que haya dejado al país en superávit. En la revista Dinero leí, por ejemplo, que entre 1990 y 1998 el gasto del gobierno aumentó en un 7% del PIB, mientras que los ingresos lo hicieron solo en un 2%.
La razón es simple: la burocracia central ha crecido, han crecido las nóminas paralelas, los contratos chimbos, el latrocinio descarado de la plata pública, el enriquecimiento ilícito, y así no hay impuestos que rindan, no hay recaudos que alcancen para generar la inversión, el crecimiento y la equidad que demandan los colombianos. Este es, como diría Daniel Samper Ospina, el puto quid del problema. Por eso no hay finanzas públicas sanas.
Entre tanto, nos encanta enjuagarnos la boca con tecnicismos como ese que llaman Regla Fiscal. Recuerdo que hasta se idearon una vaina de nombre largo y pomposo denominada Comisión de Racionalización del Gasto Público. Años después, en lugar de ajustar estructuralmente las finanzas, crearon una linda perversidad, muy colombiana, llamada ‘mermelada’, consistente en darles plata del presupuesto nacional a los congresistas para amarrar sus votos y tenerlos confortablemente alineados. Ahora quieren resucitar el monstruo bajo una denominación tal vez más técnica y con cierto adobe de vaselina para que resulte más viable; quieren llamarle ‘Inversión de iniciativa congresional’.
Hay un sentir generalizado: mientras en Colombia los recursos públicos no se administren de manera ética, transparente, y mientras los corruptos no sientan que hay una justicia penal y unos órganos de control implacables, se podrán hacer todas las reformas tributarias y va a suceder lo mismo: la plata nunca va a alcanzar para atender las necesidades de la gente.
El mal ejemplo del Gobierno nacional cunde. De ahí que la realidad fiscal de gobernaciones y alcaldías no sea un paradigma. Salvo, quizás, escasas excepciones.
Barranquilla, por ejemplo, requiere una presupuestación realista. El alcalde actual prometió un presupuesto entre 16 y 18 billones de pesos para el cuatrienio, y tengo entendido que, en el mejor de los casos, ejecutará 10 billones.
Sobredimensionar los recursos se volvió una mala práctica y antes la DAF del Ministerio de Hacienda la fustigaba, pero en la era Char no dice ni pío. De hecho, los superávit del Distrito son puro maquillaje de cifras. La ciudad tiene que adoptar otro modelo de presupuestación: uno que fundamente la inversión en los ingresos reales. Así evitaríamos el endeudamiento exagerado y la recurrencia obsesiva a las vigencias futuras, con la convalidación obsecuente del Concejo Distrital.
@HoracioBrieva
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