
Indecisión y Nobel
Creo que le haríamos mucho bien a las nuevas generaciones si disminuimos la frenética carrera en que los metemos desde que nacen para “adultizarlos” y si abandonamos el absurdo estereotipo de infalibilidad que les construimos asociado al éxito. El permitirles conocer sin afán los múltiples campos de la ciencia y de las artes, antes de decidir a qué se quieren dedicar el resto de sus vidas, tal vez nos llevaría a tener más científicos y artistas premiados, y menos profesionales frustrados.
Fiel a la tradición, cada año para esta época se otorgan los premios Nobel como reconocimiento a las personas o instituciones que han contribuido con sus trabajos profesionales o actividades laborales al desarrollo de la humanidad. Desde 1901 se entregan en las categorías de Fisiología o Medicina, Química, Física, Literatura y Paz. En 1968 se agregó, a las cinco iniciales, el de Ciencias Económicas.
Esta semana se anunció que en Medicina el ganador del premio en este 2022 es Svante Pääbo, investigador sueco que, utilizando tecnología existente y métodos propios, logró extraer ADN de restos animales con más de 40.000 años de antigüedad. Sus trabajos dieron las bases para la creación de una nueva disciplina científica: la paleogenómica.
Con las muestras obtenidas, Pääbo logró secuencias genéticas completas de antepasados homínidos extintos. A partir de ellas, se supone con alto grado de certeza que, en algún momento durante la evolución, las especies de neandertales y de Homo sapiens se cruzaron y tuvieron hijos. Las huellas genéticas de esta relación se pueden hoy identificar en algunos genes que poseemos.
En el plano personal hay dos hechos de la vida del ilustre científico que llamaron mi atención. El primero es que es el quinto caso, en casi 120 años de historia del premio, de hijo de padre o madre galardonada. El progenitor de Svante, Sune Bergström ganó el Nobel de medicina en 1982 por sus trabajos con las prostaglandinas y otras sustancias relacionadas. Hago notar que los apellidos no coinciden porque el nuevo Nobel no conoció a su padre en sus primeros años de vida. Nació de lo que sus biógrafos llaman “una relación extraconyugal”.
El segundo, y sobre el que centraré esta columna, es que, durante un viaje a Egipto con su madre, la química estonia Karin Pääbo, el joven sueco creyó, a la temprana edad de 13 años, haber descubierto su vocación profesional. Su entusiasmo por la antigua cultura y la arqueología lo motivó, llegado el momento de iniciar sus estudios universitarios, a matricularse en egiptología, carrera que abandonó dos años después, al darse cuenta de que su verdadera pasión no estaba en la interpretación de jeroglíficos y sí, en el estudio biológico de las momias. Con este aparente fracaso a cuestas, se matriculó en medicina, de la que se tituló para luego empezar un doctorado en genética molecular.
Afortunadamente para la ciencia, el nuevo Nobel cometió el error al elegir profesión en épocas donde equivocarse era permitido, y de los errores se aprendía sin mucho dramatismo. En nuestro tiempo, el que un joven bachiller se titule sin saber qué estudiar, o peor aún, decida empezar estudios en un área del conocimiento y después cambie a otra sin mucha relación, es visto por muchos de los responsables de procesos de selección en universidades, como motivos suficientes para rechazarlos por indecisos, inmaduros y fracasados.
Creo que le haríamos mucho bien a las nuevas generaciones si disminuimos la frenética carrera en que los metemos desde que nacen para “adultizarlos” y si abandonamos el absurdo estereotipo de infalibilidad que les construimos asociado al éxito. El permitirles conocer sin afán los múltiples campos de la ciencia y de las artes, antes de decidir a qué se quieren dedicar el resto de sus vidas, tal vez nos llevaría a tener más científicos y artistas premiados, y menos profesionales frustrados.
@hmbaquero
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