Hace casi exactamente un año escribí en este mismo espacio acerca de las metáforas. En esa oportunidad, la aparición de unos casos de infección severa por un hongo había hecho que muchos titulares de medios hablaran metafóricamente de las guerras contra los gérmenes.
En esta oportunidad y cuidándome de no repetir título, me referiré a la que según muchos es la tormenta perfecta, caracterización muy utilizada ahora para dar una sensación de imprevisibilidad y devastación a la pandemia emergente de la COVID-19. Si bien la facilidad con que esta enfermedad se contagia y su relativa mayor tasa de mortalidad son características biológicas del virus que escapan al control humano, existen otros factores ambientales, sociales y políticos que están moldeando la forma en que esta infección se comporta en su diseminación por el planeta. Está claro hoy, que comunidades con mayores limitaciones de acceso a servicios de salud, son las que más enfermos graves y fallecimientos aportan a las cifras de la epidemia. Estudios han mostrado que, en el estado de New York, el código postal determina con asombrosa precisión la probabilidad de ser contagiado o morir por la COVID-19. Muy seguramente al pasar las tribulaciones de estos maratónicos días, en nuestras ciudades estos hallazgos se replicarán.
Entonces, la pregunta que surge, basado en lo anterior, es si el gran impacto que está teniendo esta epidemia en el planeta se debe a sus fuerzas inusuales e impredecibles, como sugiere el calificativo de tormenta perfecta, ¿o está condicionado por acciones u omisiones de larga evolución perfectamente documentadas?
La forma en que nos referimos a las condiciones de salud modela nuestro entendimiento de ellas. Cuando le decimos tormenta a una enfermedad estamos asumiendo ser reactivos, reduccionistas e impotentes frente a ella. Desde 1992 y después de muchos países sufrir la epidemia del SIDA, las comunidades académicas dieron alertas bien documentadas del riesgo que corríamos como especie de enfrentar una pandemia. En documentos de esa época se pueden leer cuatro recomendaciones básicas que fueron sistemáticamente ignoradas en mayor o menor grado por todos los Estados o en algunas regiones de ellos: 1. Crear infraestructura básica de salud pública; 2. Generar capacidades en investigación y vigilancia de enfermedades infecciosas y epidemias; 3. Invertir en tecnología que permitiese rápidamente desarrollar vacunas y medicamentos; y 4. Educar en salud pública y cambios de comportamiento.
Estoy seguro que una revisión rápida de qué tanto se implementaron estas recomendaciones en nuestras regiones, ayudará a predecir los sitios de nuestra geografía continental que más sufrirán por la llegada de esta enfermedad.
Hablar de tormenta perfecta erosiona el sentido de responsabilidad social sobre cómo se desarrollan y evolucionan las crisis de salud pública, socavando nuestra capacidad de responsabilizar a los verdaderos determinadores del inusual dispar impacto. La corrupción, la impunidad y la falta de control por parte de la sociedad civil no guardan ninguna relación con la biología del coronavirus, pero si con el desastre que el germen producirá en términos sociales.
Las epidemias no son simplemente eventos naturales: también son el resultado de acciones humanas, tanto en su aparición como en su contención. Si tratamos cada nueva epidemia como una tormenta perfecta, se hace mucho más difícil construir la convicción de que la desidia y el desinterés por el bienestar colectivo es la peor manera de prepararnos para la próxima crisis.
hmbaquero@gmail.com
@hmbaquero