A los seres humanos nos gusta pensar que somos honestos, a pesar de que, con mayor o menor frecuencia, incurramos en conductas deshonestas de las cuales nos beneficiamos. Esta autoestima positiva se apoya en dos mecanismos que nos permiten preservarla convenientemente: laxitud frente a los estándares morales y maleabilidad en la categorización de la falta. Es casi imposible en nuestros días leer o ver noticias locales, nacionales o extranjeras sin exponerse a un informe de comportamientos deshonestos en el ámbito público o privado. Lamentablemente, muchos de ellos dejan la sensación de que la deshonestidad paga y, muy a menudo, paga bien. Aceptémoslo o no, este en un confuso mensaje que les está llegando a nuestros jóvenes.

El fraude como conducta deshonesta, independientemente del área en que se cometa, se debe estudiar desde las motivaciones que lo generan. Estas muchas veces logran materializar las oportunidades que se presentan para cometerlo, cuando la conciencia del individuo se lo permite.

En educación, varios trabajos muestran a la evaluación como un proceso susceptible de corromperse por ambas partes: tanto por los educadores como por los educandos. En los profesores, las motivaciones usualmente están relacionadas con mejorar posiciones en escalas de mérito o en conseguir mayor estabilidad laboral por mejores valoraciones de desempeño. En los estudiantes, los incentivos de las notas o de las promociones de nivel generan motivos suficientes para incurrir en fraude académico. Para estos últimos, las oportunidades se multiplicaron con las evaluaciones a distancia, a las que se tuvo que recurrir súbitamente buscando controlar la pandemia.

Existen sofisticadas herramientas tecnológicas que permiten supervisar remotamente la realización de exámenes. Sin embargo, estoy convencido de que aquellos contados estudiantes a quienes la motivación tranquiliza su conciencia, encontrarán la forma de cometer fraude ante una oportunidad servida. Finalmente, los estudios han mostrado que estos individuos se engañarán pensando que, aunque su conducta es algo deshonesta, la recompensa la justifica, pues con mejores notas podrán seguir siendo sujetos de reconocimiento y respeto por parte de sus pares.

Ante la compleja realidad descrita, y aclarando que solo me refiero a los educandos por las limitaciones de espacio, propongo a los educadores acudamos a la honra de nuestros estudiantes, una práctica utilizada en diversos contextos educativos que puede extenderse al terreno de las pruebas en línea. Las promesas o códigos de honor han mostrado ser sorprendentemente efectivos para promover la honestidad. Los estudiantes y en general los ciudadanos que se acogen genuinamente a ellos respetándolos, se abstienen de incurrir en comportamientos deshonestos, no por que no puedan cometerlos, sino porque eligen no hacerlo.

Insistir solo en la vigilancia activa para prevenir la “trampa” terminará aumentando el clima de desconfianza entre alumnos y profesores, tal como ha sucedido en la gran mayoría de nuestras relaciones políticas y sociales. Para todos está claro que, al menos en este país, nos sobran reglamentos y leyes. Por esto sugiero explorar en educación, y ojalá en otros ámbitos de nuestra realidad, una correcta implementación de códigos de honor que logren arraigarse de manera profunda en nuestra cultura social.

@hmbaquero