
La última película del cineasta francés François Ozone es una historia basada en hechos reales concertada con un estilo diferente al que conocemos de este director, y que lo llevó a obtener el Gran Premio del Jurado en la Berlinale de este año.
Retomando el tema de la pedofilia por parte de la iglesia católica en Francia, la película constituye un documento de extrema importancia al referirse a uno de los casos más polémicos denunciado en 2016 en la Diócesis de Lyon. Se trata del sacerdote Bernard Preynat (Bernard Verley), quien por décadas abusó de niños en las parroquias donde trabajaba, encubierto por el cardenal Philippe Barbarin (François Marthouret), quien estaba enterado de lo que sucedía.
La cinta comienza mostrando la familia de Alexandre (Melvil Poupaud), un padre de familia católico, que se dispone a llevar a su esposa y sus cuatro hijos a la iglesia. Pero nos enteramos de que, durante su infancia, treinta años atrás, fue abusado en repetidas ocasiones por Preynat, quien nuevamente se encuentra en el área y sigue trabajando con niños.
Lo primero que nos preguntamos al ver la vida que lleva este hombre es cómo sigue creyendo y acudiendo a la misma institución que un día lo maltrató de forma tan brutal. Cuando decide tomar riendas y exigir que se haga justicia, son varios los que se van uniendo a la causa, muchos con heridas más profundas que la de Alexandre, y otros con vidas prácticamente destruidas, como la de Emmanuel (Swann Arlaud), por quien sentimos gran compasión.
Mientras las acusaciones van aumentando y el caso se va ampliando con miras a castigar no solo a Preynat sino también al cardenal Barbarin, Alexandre busca resolver las cosas internamente en su iglesia, solo para conseguir que una consejera le pida perdonar y darle la mano al abusador. Por eso decide entrar en contacto con François (Denis Ménochet), un ateo que toma una aproximación mucho más beligerante, acudiendo a las autoridades y la prensa.
A diferencia de Spotlight (2015) de Tom McCarthy, que mostró el aspecto masivo del problema en el área de Boston, o El Club (2016) de Pablo Larraín, que revela las falsas soluciones, Ozone toma una aproximación íntima y personal centrándose en tres de las víctimas, hecho que la hace más sensible.
La película fue filmada mientras el proceso aún no se había resuelto, lo cual nos hace sentir la rabia y la impotencia ante esta causa, que aún clama justicia en el mundo entero, son tantos los casos no resueltos, no solo dentro de la iglesia católica, y son tantas víctimas que aún no se atreven a hablar, que denuncias como ésta cobran gran relevancia.
La cinta nos hace ver que los efectos del abuso no se borran, no importa cuánto tiempo haya pasado, que los perpetradores son personas en posición de poder mientras las víctimas son seres vulnerables, y que sus vidas se ven afectadas para siempre tanto física como emocionalmente. Solo la denuncia puede evitar que se siga perpetrando y encubriendo uno de los peores crímenes contra el ser humano.
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