La libertad es una obligación. Es inmanente al ser humano e inalienable. La libertad como derecho nos garantiza respeto a la misma. El ser libres nos compromete a actuar en comunidad, para contribuir a su desarrollo. Solo libres podemos trabajar por la comunidad a la que pertenecemos. De ahí que la justificación que tienen los supremacistas blancos, en Estados Unidos, sobre los sucesos en el Capitolio de dicho país, por no estar de acuerdo con los resultados electorales y pensar o sentir que hubo un fraude electoral, no es aceptable; pues la libertad implica responsabilidades. La primera es no ejercerla para avasallar el derecho y la libertad de otros. La segunda, es aceptar las reglas de juego y los resultados del mismo.

Muchas de nuestras democracias funcionan con jugadas oscuras, clandestinas, ilegales, autoritarias y contra el bien democrático. Pero una cosa es la responsabilidad de quienes siguen ideas de dirigentes políticos, y otra atentar contra la paz política, la libertad de los demás y la legitimidad de instituciones, tan importantes, como la elección ciudadana de los gobernantes.

¿Pero qué puede estar pasando entre la democracia y la libertad? Quienes promovieron y obraron, en nombre de la libertad, para desconocer la voluntad de los ciudadanos, parten de asumir que la libertad es un instrumento para sojuzgar a la comunidad en vez de fortalecerla. La libertad no se ejerce contra la comunidad, sino contra un régimen o una autoridad ilegítima. Partimos del precepto que la política nos une y nos educa; aunque ella también nos puede dividir, corromper y convertir en enemigos permanentes. Ahora bien, que en un juego electoral democrático los resultados no nos convengan o estén llenos de sospechas, irregularidades o infracciones, no justifica la violencia y la opresión.

Nadie ha dicho que la democracia es inherentemente justa. Quizás por eso las decisiones torpes e inconvenientes de los gobernantes nunca se convierten en justas o válidas, por el hecho de que lo decida o lo haga un gobierno electo democráticamente. Esto es lo ocurrido en Estados Unidos, cuando el expresidente Trump incitó a un levantamiento contra las bases del sistema político. Es lo que sucede en Colombia, cuando el gobierno por un lado promueve que los ciudadanos acepten las vacunas (cuando lleguen) y, por otro lado, adelanta una campaña autoritaria y de corrupción política contra la Constitución, al gestionar ante la Corte Constitucional el bloqueo del derecho de los ciudadanos a acudir a la tutela, para hipotéticamente exigir la vacuna. Ninguna razón justifica esta actitud de un gobierno, que de paso goza de extendida ilegitimidad. La Corte no tiene la potestad de suspender la Constitución y las leyes.

Como las decisiones políticas son de gran impacto en la vida de las personas, no podemos dejar que cualquier incompetente o políticamente inmaduro tome decisiones de manera ligera. La libertad en democracia significa que el bien común no lo pueden decidir unos individuos, sino la participación de todos.

PD. Agradezco a la vida haber conocido al escritor Ramón Illán Bacca, maestro de la Universidad del Norte, quien en días pasados se alejó para siempre