La democracia se está erosionando. Este hecho es casi imperceptible y viene de una serie de procesos electorales medianamente libres, al menos en buena parte del territorio nacional, e injustos en la mayor parte de este. Existe un deterioro político sostenido que ha ido destruyendo la democracia de manera quizás menos dramática que golpes militares, constitucionales o autoritarios, pero con igual fuerza. Ya sabemos que las instituciones por si solas no son suficientes para frenar autócratas, populistas y promesas antidemocráticas electas.

Además, la emergencia social que habilitó con plenos poderes constitucionales al ejecutivo nacional y los subnacionales, redimensionados por una desmesurada delegación abusiva del presidente, gobernadores y alcaldes de las principales ciudades, ha pasado de poderes acotados para el tratamiento de la pandemia a la política; esto a través de la sustitución de la gobernabilidad por una gobernanza, mal aplicada, para favorecer unos pocos actores privados en detrimento de otros (la mayoría). No es como en Europa; en nuestro caso es a la colombiana, que amparada y legitimada en la emergencia nacional termina a favor de minorías de particulares en detrimento de lo público. Una parte de esas minorías ha perdido patrimonio y riqueza, pero más de la mitad de la población está perdiendo la totalidad de su patrimonio y su sustento diario. Sería preferible una gobernabilidad vertical en lugar de una gobernanza pactada por muy pocos y para esos pocos. La emergencia ha dejado de ser solamente social y se trasladó al campo de lo político y la política sin Congreso, partidos, participación y opinión pública. Adquirió una dimensión política al reconcentrar el sistema nacional en minorías aventajadas y ventajosas, y al reposicionar el centro político de la Nación frente a la periferia subordinada al mejor estilo de la Constitución de 1886. Basta ver lo que ocurre en esta crisis en las comunidades indígenas, cárcel de Villavicencio y los departamentos del Amazonas, Chocó y Cauca.

No contamos con equilibrios democráticos sociales y políticos que nos salven de la demagogia, de los repetitivos anuncios y promesas que no llegan o no se cumplen y de la reinante tecnocracia que ha perdido su total capacidad de eficacia por estar diseñada con paradigmas de certeza y matrices con indicadores, procedimientos y conformidades elaborados en oficinas frías de burócratas públicos y privados. Este esquema está haciendo agua pues se soporta en la creencia de que instituciones legítimas justifican y legitiman toda forma de desigualdad, exclusión y violencia. Esto está llegando dramáticamente a su fin y podría arrastrar la democracia a un colapso. Para evitar que la actual crisis nos lleve al desorden e inestabilidad, se requiere más que de una gobernanza pactada con pocos, de una gobernabilidad soportada en instituciones funcionando y equilibradas democráticamente para lo público, lo cual demanda gobiernos elegidos, competentes y con convicciones humanistas. Para ello es insuficiente salir elegidos democráticamente; debe primar lo público.