Como se preveía, la COP26 apenas produjo un texto que, en palabras de la directora de una de las muchas ONG que medran del cuento del cambio climático, “es tímido, es débil”. Y que no cuenta con el apoyo de países como India y China, con más de un tercio de la población mundial y de las emisiones de gases llamados “de efecto invernadero”. O sea, ni dijo mucho ni hará nada.
Para lo que sí sirvió esta COP fue para, una vez más, fungir como caja de resonancia de las terroríficas predicciones del IPCC, el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático. Este es un organismo de la ONU con la altura moral de otros como su Consejo de Derechos Humanos, que está integrado por países como Cuba y Venezuela. Fue creado en 1988 con el único objetivo de probar que el uso de combustibles fósiles era el causante del calentamiento global causado por el hombre (hoy convertido a “cambio climático”, pues desde 1998 no ha habido calentamiento).
El IPCC es un ente político -no científico- dedicado a darle un ropaje técnico a la tesis del calentamiento antropogénico (AGW, por sus siglas en inglés) y también a evitar la publicación de evidencias que la contradigan y a desacreditar a quienes osen cuestionarla. Desde su creación, ha producido seis reportes, cuyos resúmenes, que tienen amplia difusión y difieren sustancialmente de sus contenidos científicos, constituyen auténticas novelas de terror sobre hipotéticas eventualidades causadas por el AGW.
La gran corrupción del IPCC se hizo pública entre 2009 y 2011, con la filtración de 10.000 correos electrónicos cruzados entre sus integrantes y cómplices en centros como la Universidad de East Anglia, el US Center for Atmospheric Research (NCAR) y la NASA. El incidente, conocido como Climategate, sacó a la luz cómo esos “científicos” inventaban o adulteraban datos, escondían información, presentaban hechos y conclusiones conscientemente sesgados, manipulaban las revistas científicas para bloquear información cierta, y, en fin, se coludían para llevar a cabo sus engaños y eliminar las pruebas de ellos.
A pesar de eso, las decisiones de las COP se basan en predicciones generadas por los modelos climáticos desarrollados por el IPCC, ninguno de los cuales, incluyendo los más recientes, ha podido ser validado. Modelos que no funcionan, y cuyas simulaciones solo tienen en común que todas difieren entre sí, pero tienden a sobreestimar las temperaturas futuras. O sea, que generan proyecciones que no sirven.
No es solo por los sesgos del IPCC que estos modelos no funcionan. Son, además, incompletos porque no incluyen muchos factores determinantes del clima que la humanidad todavía no comprende plenamente, desde la formación de las nubes a los efectos de las corrientes marinas, entre muchos. Y, además, porque no toman en cuenta variables trascendentales simplemente porque no existe hoy en el mundo capacidad computacional para correr modelos completos.
Cuando la evidencia científica ha hecho que un ente tan corrompido como el IPCC reconozca que no hay bases para afirmar que los ciclones, las inundaciones o las sequías han aumentado en las últimas décadas, y se sabe, además, que sus modelos no funcionan, no es sensato seguir por ese camino. Debiéramos centrar nuestros esfuerzos en nuestro entorno inmediato, dejar el cuento del calentamiento a los políticos que viven de él, y cuidar nuestro medio ambiente, que es donde vivimos.