Que el pánico nubla el entendimiento lo demuestran la gran mayoría de las medidas generadas por el pavor al virus chino SARS-COV 2, que han sido de todas las clases. Menores, desde las bobas pero inofensivas, como desinfectar las suelas de los zapatos y las llantas de los carros, hasta algo tan engorroso e inútil como el “pico y cédula” colombiano. Y mayores, como el confinamiento de la población, la respuesta medioeval a las plagas, cuyos costos en términos socioeconómicos, afectando la salud y el bienestar de todos en forma inmediata y directa, han sido brutales.
Ya es evidente el inmenso daño generado por estas últimas. Millones de desempleados, decenas de miles de empresas cerradas, incrementos desmedidos en innumerables patologías, pérdida de los logros sociales de una década con millones de seres humanos devueltos a la pobreza. Y más. Sin duda, en algún momento se empezará a debatir si esas medidas realmente generaron beneficios que compensen esos daños. Hace un año el INS predecía que de no implementarse el confinamiento que iba a terminar el 11 de mayo, habría 20.674 muertes. El confinamiento se extendió por meses, y ya vamos por 61.000 muertos. Algunos argüirán que sin ese confinamiento las muertes hubieran sido más. Otros, que hubieran podido concebirse medidas menos dañinas y más efectivas.
Es urgente ocuparse no de lo sucedido sino de lo que está sucediendo y de sus efectos de largo plazo. Me refiero a la educación escolar. De todas las medidas que se han tomado, quizás la más dañina, por sus efectos sobre generaciones futuras, ha sido la suspensión de clases y el cuento de la “educación virtual”.
Es absurdo pretender que funcione un modelo educativo volcado a la virtualidad cuando el 57% de los hogares en Colombia no tiene acceso a internet. Y cuando 58% de los estudiantes de primaria más pobres no tienen acceso a un espacio propio de estudio y el 60% de padres de niños de primaria y casi el 50% de los padres de niños de secundaria declara no poder apoyar la educación de sus hijos. Sin hablar de lo que es quitarles la alimentación escolar a 5,3 millones de niños pobres.
Hoy, el 42% de los niños presenta signos preocupantes relacionados con habilidades académicas, como, por ejemplo, olvidar lo que aprenden, y en agosto de 2020 ya 102.880 niños habían abandonado la escuela. La tasa de deserción estimada por pandemia supera el 2% y podría alcanzar el 7%. Más los tremendos efectos a largo plazo por la prolongada pérdida de interacción social.
Esto sucede cuando toda la evidencia científica muestra que los menores de 18 años son mucho menos susceptibles de ser contagiados por el virus que los adultos. Y que es absolutamente claro que su rol como transmisores no es fuerte.
Esa medida nos está robando el futuro con la ampliación de la brecha educativa entre las clases sociales, con la pésima calidad del precario aprendizaje al que están accediendo los muchachos, y con los trastornos afectivos y relacionales que se darán cuando esos niños y adolescentes sean adultos. Es indispensable que se restituya sin más dilaciones la educación escolar presencial, completa, sin la payasada de la alternancia. Y que si el Gobierno tiene que enfrentar los aullidos de Fecode para hacerlo, que los enfrente.