Por estos días, he disfrutado la película Adiós Muchachos de Louis Malle, que refleja los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial, paralelamente con el ambiente de un internado masculino y que refleja el mundo soterrado predecesor del holocausto que seguiría a una de las épocas más trágicas y bochornosas de la humanidad. Cuando dos proyectos políticos se disputaban la hegemonía mundial: el capitalismo liberal al estilo americano y el comunista al estilo soviético, dos concepciones del mundo irreconciliables con las que solo el gallego de El Pardo supo jugar sus cartas con astucia, su activo principal, que puede esgrimir para hacerse perdonar por los aliados con su “neutralidad” mantenida a lo largo de la guerra. No se recata de pregonar para que llegue a los oídos americanos que no solo ha liberado a los españoles de la terrible contienda, sino que su prudente actuación ha ayudado a las democracias. Porque “si él no hubiera frenado a Hitler”, la suerte de la guerra habría sido muy distinta porque los alemanes habrían tomado Gibraltar y dominado El Estrecho, y la situación de Inglaterra, sola y a punto de desplomarse, se habría agravado. Los aliados tenían que estar muy agradecidos porque él se había visto obligado a realizar sus gestos de simpatía hacia Hitler y al fascismo “por su delicada situación y solo por salvar a su patria, España, de la guerra, porque él solamente anhelaba la paz”. Inclusive estaba dispuesto a declarar la guerra a Japón para luchar contra los “demonios amarillos”, como llamaba a los japoneses. Esa era su defensa. Pero los aliados estaban informadísimos de como Franco colaboraba dejando repostar a los submarinos alemanes en los puertos españoles y de su colaboración aportando la División Azul. Y que, osadamente, declaró, olvidándose de la promesa que hizo en un discurso en Sevilla, que si alguna vez los soviéticos invadían Alemania “un millón de españoles se ofrecería para defender Berlín”. Y llegaría el 6 de agosto de 1945:
Todavía de noche, despega en las Islas Marianas el aparato que porta la bomba atómica en Hiroshima: una fortaleza volante B-29, rotulada Enola Gay, en honor a la madre del piloto, el coronel Paul Tibbets. Cuando el avión alcanza una altura razonable “tan alta que solo es minúsculas motitas en el cielo despejado”, a las 8 y 15, el Enola Gay abre sus compuertas sobre Hiroshima. Ferebee, el piloto, libera la bomba y por primera vez en el mundo, el Little Boy cae aplomado durante 50 segundos y, a 600 metros del suelo, estalla: “Una luz cegadora más que mil soles. Más de un millón de grados centígrados de temperatura”. El padre Arrupe, jesuita español que entonces estaba en el noviciado Nagutsaka, a seis kilómetros del centro de Hiroshima explicaría: “Fue como un fogonazo de magnesio, y, de repente, el aire se enciende en una bola de fuego. Una nube inmensa surge del suelo. Remonta hasta 12 kilómetros de altura y forma un inmenso hongo”. En el Enola Gay, el capitán Robert Lewis, exclama como para sí: “Dios mío, ¿que hemos hecho?”.
¿Cuántas veces tendremos que hacernos en el futuro una pregunta similar?
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