“El ser humano nace, crece, se reproduce y muere”. Desde que somos pequeños, esta idea empieza a meterse hondamente en nuestra cabeza, ¿qué tan cierta es?, ¿debemos cumplir con todo lo que ello implica para vivir “como Dios manda”? No. Si no nos casamos, está bien. Si no tenemos hijos, también lo está. Si no vivimos conforme a la estructura convencional de la sociedad, no hay problema con eso. Si no tenemos la casa soñada a la edad “indicada”, también es válido. Si no contamos con lo que se entiende como una vida “organizada” y ya estamos en la supuesta edad para ello, no hay por qué preocuparse… todo tiene su tiempo y su razón de ser (o de no ser).

Cuando era mucho más joven, solían preguntarme por “el novio”, como buscando conocer cuál era el asidero de mi vida, de dónde sostenía mis emociones, de dónde sacaba estabilidad mental o cuál era el motivo de mi sonrisa… Cuando ya “el novio” tuvo rostro y nombre propio, la pregunta pasó a ser “¿cuándo se casan?”, desestimando que se puede vivir en plenitud sin argollas de compromiso ni bendiciones o documentos que atestigüen el amor o lo que quiera que sea que une a dos seres para compartirlo todo. Bien, apareció el anillo de una hermosa piedra azul, luego vino la firma del registro civil de matrimonio y, finalmente, me casé.

Casi de inmediato a dar ese paso no obligado, comenzaron a preguntarme por “el hijo”. Y ahí no acaba el asunto. A mis papás, quienes ya dieron todo de sí para hacerme quien soy, ¡ahora les preguntan por los nietos! Y ya con eso para mí es inevitable sentir cómo nada parece ser suficiente para nadie. Tal vez si nos enseñaran desde el principio a vivir sin patrones o moldes que de forma insensible e insensata categorizan lo que somos, podríamos tener una mejor experiencia de vida. Si abandonáramos lo que supone la mágica idea de la vida estándar, quizás seríamos felices de verdad.

Ser inconforme o ambicioso no está mal, esa es también una forma de sobrevivir; pero ello no debe significar ser desagradecido ni inconsciente. El sentido de la vida debería estar mucho más allá de los números, de los cargos, de los reconocimientos y de los rótulos. En un mundo en el que se etiquetan más a las personas que a las cosas, no debería preocuparnos tanto o en lo absoluto cómo nos ven los demás, sino más bien cómo nos vemos a nosotros mismos. Parafraseando a Ortega y Gasset, al final del día, cada quien es cada quien y sus circunstancias.

Casarse, tener hijos, ir a la iglesia, tener propiedades, gozar de un muy buen sueldo es tan válido como vivir en unión libre, divorciarse, no tener hijos, no ir a la iglesia, no tener casa ni carro, tener un salario modesto o estar desempleado, entre tantas otras cosas que para muchos equivalen a muy poco o incluso a nada.

«El hombre que hace que todo lo que lleve a la felicidad dependa de él mismo, ya no de los demás, ha adoptado el mejor plan para vivir feliz», dice Platón. Y es que para vivir bien no hay mejor estrategia que estar seguros de lo que en esencia somos, mas no de lo que la gente quiera o exija de nosotros. Sepamos que cada persona tiene su propio proceso, y que ello merece valor y respeto.

@cataredacta