En menos de una década, Valledupar ha experimentado un impresionante crecimiento urbanístico que ha modificado su tradicional arquitectura, su paisaje, y empieza a generar, también, cambios socioculturales irreversibles. Para la muestra un botón: tan solo hace cinco años atrás se inauguró el primer gran centro comercial moderno (Guatapurí Plaza), ubicado al norte de la ciudad, a escasos dos kilómetros del famoso balneario Hurtado. Una semana atrás, abrió sus puertas otra gran mole comercial (Mayales Plaza) en el suroriente. Y están proyectados, pero aún sin definirse, tres centros comerciales más: un Unicentro, con el respaldo del archifamoso constructor Pedro Gómez; Parque Araúco, de la reconocida empresa chilena, y un superalmacén Makro.
¿Habrá gente para tantos centros comerciales? Está por verse. Sin embargo, es claro que en materia inmobiliaria el que pega primero pega dos veces, y los dos primeros centros pueden haber copado ya gran parte de la demanda natural de la ciudad y de su zona de influencia.
De otra parte, a la par que se construyen nuevos centros comerciales, la oferta de vivienda para todos los estratos se ha incrementado significativamente. De hecho, con más de 2.600 viviendas gratuitas en ejecución, Valledupar es, según el ministerio de Vivienda, la ciudad líder en la Costa en la entrega de casas gratis del programa presidencial. En igual sentido, el precio del metro cuadrado para los estratos altos ha aumentado considerablemente en los últimos años, pasando de un promedio de $1.300.000 por metro cuadrado en el año 2011 a rondar los $2.500.000 en 2013. Hay proyectos muy exclusivos cuyo metro cuadrado empieza en los $3.000.000 ¡en planos!, cifra que para el poder adquisitivo del vallenato promedio puede parecer astronómica.
Todo este auge inmobiliario que hace frotar las manos a los constructores y a las firmas encargadas de su comercialización no necesariamente es bueno para la ciudad, pues, mientras el sector privado constructor va por una dirección, las autoridades encargadas de la planeación urbana van por otra. Hacer coincidir el empuje empresarial constructor con el diseño y cumplimiento de buenas normas de planeación es el gran reto de la ciudad en los próximos años.
Lo que verdaderamente preocupa es que no hay señales en ese sentido. La ciudad tiene un plan de ordenamiento territorial con un atraso de 12 años, al que le han hecho varios remiendos (modificaciones excepcionales) a la medida de los alcaldes de turno. Esto ha llevado, en la práctica, a absurdos tales como que en un predio específico se permita construir un edificio de hasta 12 pisos y en el predio de al lado, con la misma área, frente y profundidad, una altura mucho menor.
Ciertamente, la liberación en alturas que se ha visto como una sana alternativa para revertir la acentuada tendencia de la ciudad a expandirse horizontalmente, también plantea enormes desafíos para los que no estamos preparados. En primer lugar, problemas de movilidad que se derivan de altos edificios con unidades familiares que, en promedio, tienen dos vehículos. Pese a esto, en la ciudad se siguen aprobando licencias de construcción sin los correspondientes planes de movilidad que permitan medir con seriedad el impacto de un específico proyecto en el congestionado tránsito de la ciudad. Pero el problema más grave de todos, por lo menos para los románticos, es que el boom constructor ha sido el tiro de gracia para una ciudad que antes era fuente de inspiración de juglares y cantores y hoy, en su aspiración de ser metrópolis, empieza a reunir los males propios de las grandes ciudades (contaminación, inseguridad, alto costo de vida, desempleo, etc.) sin los beneficios inherentes a estas.
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