A todos los hablantes del idioma español, las circunstancias –o la mera comunicación de las ideas– nos han llevado a usar las acepciones del vocablo ‘ex’, ya sea como sustantivo, o como prefijo. Como sustantivo, o palabra que designa sujetos y objetos, el término ‘ex’ define a quien, habiendo tenido un vínculo sentimental con otro, deja de tenerlo. Un ‘ex’ es aquella persona con la cual, en razón de ese parentesco que tejen los intrincados filamentos del amor, alguna vez se idealizaron proyectos comunales que, por distintas razones, no pudieron llevarse a cabo. Es ese a quien –pese a haber dejado el estigma de una experiencia conflictiva o dolorosa– nunca deja de llamarse con cierto grado de pesadumbre y una alta dosis de pertenencia “mi ex”. Me permito reproducir el poema Ya no, de una voz intensa en el escenario latinoamericano como fue la de Idea Vilariño, que, a mi parecer, resume cabalmente las emociones que produce un ‘ex’.

“Ya no será / ya no / no viviremos juntos / no criaré a tu hijo / no coseré tu ropa / no te tendré de noche / no te besaré al irme. / Nunca sabrás quién fui / por qué me amaron otros. / No llegaré a saber / por qué ni cómo nunca / ni si era de verdad / lo que dijiste que era / ni quién fuiste / ni qué fui para ti / ni cómo hubiera sido / vivir juntos / querernos / esperarnos / estar. / Ya no soy más que yo / para siempre y tú ya / no serás para mí / más que tú. Ya no estas / en un día futuro / no sabré dónde vives / con quién / ni si te acuerdas. / No me abrazarás nunca / como esa noche / nunca. / No volveré a tocarte. / No te veré morir”.

Por otra parte, el idioma nos proporciona el prefijo ‘ex’ como un indicador de falta o privación (exangüe, exánime), o de estar fuera o más allá (exceder, expandir). Existe asimismo una acepción que define concretamente lo “que fue y ha dejado de serlo” (exministro, expresidente, exdirector), que es la indicada para expresar que una persona “ya no desempeña su antigua función, o que ha perdido una determinada condición”.

Es evidente que, en el ámbito político, hay en Colombia una enorme dificultad para reconocer y, en consecuencia, utilizar apropiadamente estas diferencias. Sin ánimo de debatir acerca de liderazgo, capacidad o conocimientos, el caso del expresidente Uribe, a quien muchos aún insisten en llamar presidente, es claro ejemplo del mal uso del lenguaje que conduce a la confusión. Y, teniendo en cuenta que la humanidad funciona en torno a los signos lingüísticos con que se relaciona, y en los cuales reposan las ideas transferidas a las nuevas generaciones, el efecto puede ser catastrófico. Cabría preguntarse si los cada vez más frecuentes lapsus presentados por los miembros del actual equipo de gobierno, en los que un imaginario “presidente Uribe” es nombrado con insistencia en lugar del verdadero mandatario

Duque, no serán los síntomas metastásicos de esa insólita patología que resulta tan irracional como dañina.

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