Sucede que, con el tiempo, ciertas palabras se vuelven huecas. Vacías, insignificantes. La misericordia, la “inclinación a la compasión hacia los sufrimientos o errores ajenos”, parece ser una de ellas. Sin embargo, la misericordia, la idea de que los sufrimientos o problemas de los otros puedan llegar a importar tanto o más que los propios, es quizá una de las pocas formas que tiene una sociedad para romper con el individualismo y adentrarse en un verdadero espíritu comunitario; es la trascendencia del yo, la capacidad para integrarse con el otro. En la filosofía budista, por ejemplo, la misericordia o compasión es un concepto primordial cuya comprensión permite dejar de lado esa sensación de pesar o lástima por el prójimo, para pasar a una acción concreta que ayude a otros a liberarse del sufrimiento. Desde esta perspectiva, ni sentimientos como el amor –si no se transforman en acciones precisas– bastan para traducirse en verdadero auxilio al necesitado, o para tener efectos definitivos en la edificación de la sociedad, si no existe conciencia de que cada acto misericordioso conlleva a la comunión entre el individuo y la comunidad, y es pilar fundamental del principio del bien común, o aquello que representa beneficio para todos.
Pero volvamos a la vida real, a la existencia en cuyo transcurso el sufrimiento es más que palpable. Por circunstancias fortuitas en las que uno debe acercarse peligrosamente al sistema de salud, tuve ocasión de observar más de cerca su funcionamiento. En uno de esos centros de atención a los beneficiarios del Régimen Subsidiado y “de cuyo nombre no quiero acordarme”, fui testigo presencial de lo que es el sufrimiento puro, pero también la indiferencia, la indolencia y la falta de misericordia. Traspasar el umbral de aquel lugar fue como entrar al corazón de la Colombia que pocos conocen y muchos padecen. Según las cifras, en Latinoamérica somos el país que tiene la tasa más alta de cobertura en salud y que beneficia a más del 95% de la población. Pero una cosa son las cifras, y otra lo que sucede en estos sitios que, por efectos de la Ley Estatutaria que consagra la salud como un derecho fundamental, están obligados a recibir un número de personas que supera su capacidad de brindar atención de calidad. Al menos mientras pacientes y allegados consiguen franquear las puertas del servicio de urgencias, aquello es un espectáculo dantesco. Aquel día el sistema había colapsado y el lugar era una mezcla de dolor, desesperanza, resignación y rabia. Pacientes canalizados de cualquier modo en una silla, madres con niños enfermos sin recibir atención durante horas, un anciano nonagenario aguardando en un cubículo de urgencias por casi 48 horas, llanto, rabia, gritos, súplicas. Mientras los enfermos mueren, el monstruo de la salud que engendró el Estado está más vivo que nunca, y la palabra misericordia no es otra cosa que un término utilizado a conveniencia.
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