Con la actual producción de la vida de Leandro Diaz, se me vinieron recuerdos y sobre todo el despertar de esa gran admiración que le sigo guardando a ese hombre a quien conocí, oí, y goce con sus canciones. Cuando murió, hace 9 años escribí, en esta misma columna El último de los juglares. Con el paso del tiempo, reaparece su obra en la televisión, llevada magistralmente por Silvestre Dangond y un gran elenco de actores, una versión de su vida adaptada al género de la novela una versión, que como tal, trae cosas ciertas y otras de mentiras, según algunos de sus íntimos amigos, como parte del género novelesco, que han hecho de esta producción un gran atractivo para los televidentes. Volví a leer mis escritos, y me di cuenta, que después de lo que había dicho, debía resaltar, lo que este gran hombre nos enseñó.
Primero que todo, a cómo acabar con la tristeza, nacido, sin poder ver el mundo y sus paisajes, la belleza de las mujeres, y el disfrute en general del sentido de la vista. Al respecto decía Leandro: “Yo no le puedo negar que he sufrido de tristeza. Hace muchos años me pregunté ¿Para qué me tiene Dios aquí en la tierra si no puedo ver? Pues para componer. Y si Dios no me puso ojos en la cara, fue porque se demoró lo suficiente colocándolos dentro de mí. Desde entonces, todo lo que describo en mis canciones lo veo así: con los ojos del alma”, (Revista, Festival de la Leyenda Vallenata).
Una segunda lección fue su modestia y humildad, sin vanagloriarse de la riqueza de sus canciones, prefirió nunca demandar a quienes se las robaron, soportando la pobreza y el estigma de su ceguera con gran resignación. Pero, fueron sus cantos, tanto en su música como en su letra los que nos han impresionado, con su rima con su métrica y su profunda inspiración, dejando la lección del gran compositor. También creó personajes que en su interior llevan el valor profundo de las cosas, y pueden soportar los destinos de la vida, colocándolos a disposición de los demás, para hacernos sentir felices, alegres o tristes, no esperando recompensa después de su difícil composición.
Los juglares existen desde la antigüedad, basta con recordar a Homero, con La Ilíada, o La Odisea y a los apóstoles con la Biblia. La gran diferencia, dejaron escrito lo que vieron. Pero, un juglar como Leandro Díaz nos dejó, todo en sus canciones, lo que veía con su alma y sus sentimientos. Sin estudiar, sin saber leer ni escribir, sin estudios, pero sin rencores, odios ni envidias, aceptó su ceguera y buscó la vida, de la que fue un enamorado, gozando con todos, a quienes creía tan sanos como él, no sabiendo que, a estos, la vista y otros sentidos, los transformaban también en bandidos, delincuentes, asesinos, o criminales. Lecciones de amor a la vida y confianza en quienes lo rodeaban.
Su prodigiosa creatividad e imaginación, colocaron a Leandro al lado de los grandes compositores de nuestros tiempos. (Lección de innovación). Nos seguirán faltando las canciones, del contenido, o calibre de las del maestro Leandro. Con la aumentada producción de composiciones mediocres, la comercialización del vallenato, que retumba en las emisoras, y el aplauso mentiroso, se ha dado pie a la proliferación de un estilo musical, que me atrevería a decir que desaparecerá tan rápido como vino, con versos sin métrica ni rima, pero principalmente, sin alma. Quedan pocos, de estos personajes, y nuestra obligación es preservarlos, para que las nuevas generaciones despierten y no sigan acabando con el vallenato que nos dejaron los grandes juglares. Que el sentimiento sea limpio, que el sonido sea claro, como las aguas del río Tocaimo, que Leandro nunca vio, pero que aún sin verlas las describió bellamente en sus canciones, con la inspiración del poeta, la mente brillante, y el corazón, que aún sin latir permanecerá entre nosotros.