
Apenas han transcurrido pocas semanas de la conmemoración más grande de la Iglesia católica, la Semana mayor o Semana Santa, cuando es necesario comentar las grandes contradicciones que se vivieron durante ese periodo en este país de contrastes, diríamos de pronto de hipocresías, quizás de fanatismos o pasiones ciegas, de guerras intestinas, posiblemente de odios enquistados derivados de la idolatría ciega hacia personajes de la vida nacional o fruto de estereotipos inventados por los propios seres humanos para disimular sus injusticias.
Por un lado, tuvimos presencialmente y a través de los medios de comunicación la demostración del más amplio fervor religioso. Nos enorgullece haber palpado en los templos católicos del país esa avalancha humana dedicada a orarle a Jesús el sacrificado, fue una devoción que desbordó los templos, inundó las calles de feligreses, produjo masivas concentraciones de piedad y recogimiento acorde con los tiempos tradicionales de reflexión, meditación y acercamiento al Dios Todopoderoso. No hay tal que a la Iglesia Católica la estén abandonando; por el contrario cada día gana más adeptos. No importan los errores de los seres humanos que la componen y orientan: son también seres humanos y aun cuando esta condición no los exime de actos repudiables como la pederastia, hay que entender que las conductas equivocadas humanas se encuentran en todos los lugares, en todas las organizaciones, en todas las profesiones y actividades
El mundo católico se volcó a rendir homenaje a su Dios Eterno: Jesucristo. En todos los continentes, las estadísticas establecen que somos más de 1.300 millones de personas seguidoras de Jesús y sus evangelios. La segunda más numerosa religión del mundo después de los musulmanes. Y seguimos ganando adeptos porque allí está La Palabra, la que llega a todos los corazones y mentes, la que predica caridad y perdón, la que busca la paz de los espíritus y la paz del alma.
Pero por otra parte aquí en Colombia, como tumor maligno que carcome célula tras célula, que se enquistó como trofeo de los inconformes y de los débiles, de los que no tienen criterios, ni esperanzas, ni rincones de amor en sus pensamientos, allí, palpitando a diario está el odio. No es fácil encontrar en el universo un país donde se anide y se cultive más odio que en Colombia. Se odia por todo, para todo y en todo. No hay espacio para la convivencia, ni para la cordialidad, ni para el olvido. Se vive en medio de la vorágine que desatan las pasiones, especialmente las políticas, los resentimientos de género, las discriminaciones de razas, muchos odian hasta su propia madre a veces fruto de la ignominia de la droga como recientemente sucedió cuando un adolescente lleno de vicio asesinó a su propia madrecita. Vivimos en un mar de calumnias, de resentimientos, de zancadillas.
No discrepamos con el vecino, o con el jefe, o con el amigo, o con la compañera, o con el vendedor o el comprador: los odiamos y nos odiamos a nosotros mismos porque engendramos el rencor, el peor enemigo de todos. Colombia no cambiará porque hay gente muy influyente que a diario le derrama combustible a ese odio visceral. Todos estamos sujetos y esclavizados a vivirlo, a sentirlo, a padecerlo. Por eso cuesta tanto conseguir la paz colectiva, ya que ni siquiera hemos conseguido la paz individual. La Semana Santa sirvió para el fervor de unos días, pero no alcanza a arrancar tanta amargura en los corazones. En “como veo al mundo”, Albert Einstein dijo: “Un hombre se convierte e imagen de las cosas que odia”. ¡Dios nos lleve de su mano!
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