Hay un chiste antiguo medio flojo, pero simpático, que dice del día que se le presentaron a San Pedro en el cielo cientos de latinoamericanos y le preguntaron por qué eran tan pocos los colombianos que llegaban a la puerta del cielo para ingresar, y San Pedro les contestó: Porque es un país de locos. ¿Cómo así? ¿Por qué dices eso? Respondió el santo: Porque no hemos podido entender en estas oficinas aquí arriba como es que hay cientos de aspirantes a la Presidencia de ese país que es el más ingobernable del mundo.

Este sarcasmo anecdótico no es otra cosa que una inquietud con alguna lógica ciudadana: Hoy día proliferan los candidatos a Presidencia para las próximas elecciones. Los hay estupendos, regulares, malísimos y absolutamente pésimos. ¿Cómo pueden los últimos siquiera pensar que ellos son presidenciables con todo el bagaje que esto representa y las inmensas responsabilidades que caen sobre el elegido? Porque ser primer mandatario es prácticamente adquirir un pasaporte para volverse loco y solo pocos, muy pocos, excepcionales personalidades, pueden darse el lujo de considerarse aptos y dignos. Sobre esto último mucho más.

Estamos ya en campaña y cualquiera que ha echado un discurso en un foro o evento con plaza llena se siente con el derecho para postularse. Sí, es un derecho que cualquiera lo puede adoptar; pero es que no se dan cuenta de la burla que muchos de ellos despiertan por tener precisamente una bien ganada fama de incompetentes, irresponsables, falsos, camaleónicos, cínicos, deshonestos o payasos. Verdad que la vanidad humana estira para muchos lados, elásticamente. No hay peor ciego que él que no quiere ver ni sordo que el que no quiere oír.

Sin embargo, es paradójico que algunos llegan, sin merecerlo. Y en un país como el nuestro, después de una pandemia como la que estamos comenzando a salir, con esta situación tan gigantescamente precaria, lo que necesitamos es un colosal héroe, un conductor de mil quilates con vasta experiencia, abundante sabiduría, altísima concepción de la honestidad y el decoro, un hombre o mujer que tenga el país en la cabeza y que sea tan inteligente que pueda obtener el engranaje preciso y certero, exitoso, entre los poderes del Estado, las respuestas a las necesidades del hambre y las necesidades actuales, los compromisos para empezar a salir de esta encrucijada perversa en las cuales nos introdujo el maldito virus.

No es a cualquiera que debemos darle el voto. Casi que diríamos que es una alta responsabilidad de cada votante en no pensar ahora en las ridículas izquierdas, o derechas o centristas conceptos totalmente anacrónicos hoy día, que no obedecen sino a la desaforada supremacía del ego de los candidatos. Porque cada quien se siente sobre todo, único, imprescindible y lo que son la mayoría es la similitud del payaso. Colombia llegó al límite de un cambio que no debemos permitir y mucho menos facilitar. Las ideologías son buenas para buscar el bien común en todos los frentes, la justicia social, fortalecer el Estado social de derecho. Escoger a los mejores y entre estos al más completo es hoy día un deber, un acto de fe pública. Llegó el instante en que la conciencia de cada quien debe determinar un voto, no vaya a suceder que tengamos que pasar el resto de nuestras vidas llorando por no saber elegir en el momento indicado y a la persona precisa.