Muchos dicen en foros populares que es innata al ser humano, que forma parte de su idiosincrasia. Especialistas la describen como un defecto de la personalidad que, según Adler, discípulo de Freud, distorsiona los actos bajo el estímulo de la rabia o la ira. Sociólogos la definen como un fenómeno individual de reacciones incontroladas que sumadas dañan una colectividad. Expertos, entre ellos los psiquiatras, la analizan como una conducta agresiva a falta de argumentos estimulada por el genio adverso de las personas incontroladas. Políticos –como Churchill– decían que a nada le temían más que a un político agresivo de los que abundaban en la Cámara de los Comunes durante su regencia.

Si es o no un fenómeno mundial ya lo discutirán y resolverán quienes pueden profundizar en la conducta humana, porque la agresión puede ser colectiva; pero aquí, entre nosotros, en esta Colombia del siglo 21 que vive de ello, de agresiones, es el pan de cada día, lo natural, la costumbre, lo cotidiano. Pero entonces las preguntas obligadas son: ¿Por qué somos así? ¿Por qué todo lo queremos resolver con violencia, con esa agresión que se sabe cómo comienza pero nunca como termina, con ese ímpetu de hacer daño sin importar la vida ajena o males muy grandes materiales y anímicos? ¿Por qué ese deseo permanente, intenso, desbordado de hacer daño sin importar las consecuencias?

La Real Academia de la Lengua la define como “el acto de hacer daño a alguien, acto contrario al derecho del otro y en particular un ataque armado”. ¿Todo lo que atenta contra el organismo o su equilibrio? Es eso, por desgracia, lo que alimentamos a diario los colombianos por el más mínimo e indiferente tema. La verdad amarga es que se nos olvidó dialogar, entendernos los unos a los otros, descalificamos con ideas o argumentos, no con calumnia, con mentiras, con difamaciones. No es tirando piedras ni arrojando bombas como se arreglan las cosas. No es con golpes, insultos o navajazos como se compone un conflicto. Pero, dicen los historiadores, desde que existimos somos iguales y nuestros primeros años después de la Conquista no fueron otra cosa que un escenario permanente de agresión o a través del odio, por medio de guerras y atentados. Acabamos de salir de una guerra terrorista que duró 55 años y ya estamos nadando otra vez en un mar de odio, de agresiones, de asesinatos, de violencia en todas sus manifestaciones. Cada mínimo incidente se convierte en tragedia y ostentamos el fatídico y vergonzante primer puesto en agresiones seguidas de asesinatos por robar un celular a ciudadanos desprevenidos e inocentes.

No nos cansaremos de afirmar que cada vez que encendemos el televisor para escuchar y ver un noticiero local o nacional de prestigio, el 90 por ciento de las noticias están directamente relacionados con agresiones, violencia, delitos. Por eso se les llama los noticieros de la muerte, porque noticiosamente se alimentan de ese signo: la muerte. Y la muerte es la más inmediata y la más trascendente de las agresiones humanas. Nunca vamos a cambiar, nunca vamos a mejorar, ya estamos connaturalizados con el fenómeno. Qué triste es el futuro que les espera a nuestros nietos.