Ya uno no sabe ni qué decir o si tiene sentido hacerlo. Cada día que pasa es peor que el anterior. Subimos la vara de la infamia con una pasmosa costumbre que nos hace desear que se vuelvan reales las lluvias torrenciales y el viento huracanado que borraron a Macondo de la faz de la tierra. No más. No damos para más. No hay corazón que lata tanto ni razón que lo procese. Tan fuerte cerramos los ojos a lo que sabíamos venía que no somos capaces de procesar lo que ahora nos toca ver. Y como ya estamos en esas, bueno es separarse del discursito maniqueo de “no es momento de señalar sino de construir” para que empecemos a asumir la cuota de responsabilidad que nos toca.

Empecemos por ahí: Fallamos como sociedad y como ciudadanos. Votar, que es más sagrado e importante de los derechos y deberes que la democracia nos permite, se convirtió en, literalmente, moneda de cambio. Y cuando no, el ejercicio libre se hacía (hace) imposible por presiones de patronos o amigos de patronos con planilla en mano diligenciada y firmada. En el medio sume buses, tamales, tejas, bolsas de cemento (con lo que gusta por estos lares una bolsa de cemento…), botellas de licor, camisetas y promesas destempladas con ninguna intención de cumplirse. Votar, con honrosas excepciones, se convirtió en una payasada, en una pelea de mochileros y de corruptos que nosotros como sociedad civil validamos por cómplice flojera, desgano o descreimiento. Culpa tenemos por no asumir lo que nos corresponde.

Culpa también, y mucha, tienen los que llegaron al poder para servirse de él y no para servir con él: La coima, el “¿Qué hay por ahí pa’mi?”, el contratico, el 10 o el 15 de comisión, las hojas de vida que van y vienen, las decisiones basadas en el interés individual, en devolver el favor, en pagar las deudas. La sonrisa por delante y el puñal en el bolsillo. Han mandado, han torcido leyes, libros y almas para seguir estando allí, al punto de creerlo un derecho adquirido y heredable. No entienden ya que su tiempo se acabó, y siguen aferrados al hambre y al miedo para vivir de la cómplice flojera de los que al final los votamos.

Y culpa también, porque aquí no se salva nadie, la tienen las supuestas voces alternativas o de oposición, incapaces de apaciguar sus monumentales egos y concertar unos mínimos viales y posibles que aglutinen el evidente descontento ciudadano y, sobre todo, el clamor de una nueva generación que se despertó a trancazos del marasmo en que la querían criar. Todos quieren ser, nadie quiere ceder. La grandeza pasa muchas veces primero por aceptar con humildad que escuchar es, sobre todo ahora, más importante que hablar. Todos vociferan, todos mandan comunicados, todos se muestran los dientes como si de algo sirviera.

Humildad y grandeza es lo que hace falta. Humildad para reconocer los errores y grandeza para entender que no se arreglan solos o con pocos. Alguien tiene que abrir el puño y tender la mano. Por algún lado alguien debe hacerlo.

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@alfredosabbagh