Cuenta la historia que Napoleón Bonaparte poco se aguantó su exilio en la isla de Elba, por lo que en marzo de 1815 se embarcó con unos pocos centenares de hombres rumbo a la Francia continental para recuperar el trono que los Borbones le habían quitado. La prensa de la época, un poco por la censura oficial y otro poco por el miedo al personaje, matizó de manera especial el acontecimiento: Empezó llamándolo “caníbal” y “ogro” cuando se conoció su desembarco, a la semana siguiente ya le llamaba “Bonaparte”, y pocos días después ya titulaba “Su Alteza Imperial y Real Majestad” mientras el Corso desfilaba por París. Se acordaron de Santa Bárbara cuando empezó a tronar, diría un viejo refrán español.
No fue la primera ni mucho menos será la última de las veces en que los discursos y las posturas cambien en la medida en que los contextos lo hagan, ya sea por convencimiento, supervivencia, acomodo o desfachatez; en lo público o en lo privado, ante lo esencial o ante lo banal. De hecho, otro viejo adagio dice que solo los necios no cambian de opinión, y el filósofo Immanuel Kant fue mucho más directo al decir que los sabios pueden cambiar de opinión. Ahora bien, el “poder”, que quede claro, no es “deber”. En principio, nadie debería estar obligado a cambiar de opinión si no está plenamente convencido de ello; pero al mismo tiempo, y dándole la razón a Kant, es obtuso mantenerse en una postura cuando la evidencia de los datos y los hechos verificables te indican lo contrario.
Puede que ocurra, y de hecho pasa, que ante la evidencia el ego responda con evasivas y negaciones. Para algunos el aceptar el error es una concesión inconcebible porque los iguala con los demás humanos, les afea el pedestal o les deja ver la mácula y las costuras. Prefieren acudir a eufemismos para esconder lo evidente o a repetirse la mentira hasta que les vuelva a saber a verdad. Se engañan y pretender engañar en un mundo donde, lo saben bien, la citada verdad se confunde con la versión. Ergo, insisten en su versión hasta que la agoten o crean que la volvieron verdad.
En ese mundo de versiones, un cargamento de drogas pasa a ser de “insumos ilícitos”; un potencial asesino que dispara a mansalva mientras la autoridad lo mira es un “ciudadano preocupado”; un joven artista es un “vándalo”; las muertes durante el paro son “producto de riñas”; un menor incinerado es un caso “objeto de investigación”, o todos los hermanos mayores indígenas quieren “vivir gratis del Estado”. Y si abrimos necesariamente el espectro, también cabe referirse a que en este mismo mundo bizarro todo el que no piensa como uno es enemigo, todo oficialista es “fascista”, todo opositor es “comunista”, toda la culpa es porque nos quieren volver como Venezuela. Todos somos culpables porque no todos somos inocentes, o al contrario.
El ogro nos está azotando. Antes de que sea demasiado tarde, si no es que ya lo es, deberíamos empezar a llamar a las cosas por su nombre y permitirnos la oportunidad de cambiar los discursos.
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@alfredosabbagh