En un centro comercial en Bogotá paseaba distraído alguien que de pronto fijó su atención en un enorme cuadro expuesto en uno de los pasillos. Era una representación de Cristo, similar a las miles que la iconografía eurocentrista nos ha inoculado por centurias, pero esta en particular llamaba la atención por el enorme tamaño y los detalles en el trazo. Era un cuadro inmenso, de poco más de dos metros, que te hacía incluso pensar en cómo haría el eventual comprador para llevarlo a casa. El paseante por mera curiosidad preguntó el costo, y el autor le respondió, como era de suponer, con una cifra en millones.
Cuando ya nuestro personaje se disponía a seguir su camino, el mismo autor le ofreció el afiche del cuadro por unos pocos miles, incluido cómodo estuche para llevarlo hasta en bus.
La anécdota, por completo real, transporta inmediatamente a la vieja discusión sobre el valor de la obra en la era de la reproductibilidad técnica, tal y como lo abordó el filósofo alemán Walter Benjamin hace ya casi un siglo. Se discute si esa supuesta “pérdida del aura” de la obra de arte, ligada a que ya no es única sino, y precisamente, reproducible; le resta lo que se entiende como “valor cultural”. ¿El goce de la obra está en enfrentarse al original? ¿No haber ido al Louvre impide emocionarse con una imagen de “La Gioconda”? ¿Qué sería de la música, la literatura o la poesía sin la reproductibilidad técnica? O mejor,
¿De quién serían?
Es claro igualmente, y así está registrado en numerosos ensayos y estudios de la obra de Benjamin y autores posteriores, que esta reproductibilidad técnica, en especial la de las imágenes, ha transformado las relaciones sociales. La fotografía, el cine y la televisión cambiaron a la humanidad; misma que ahora ve como esa reproductibilidad técnica le ha dado paso a una “ubicuidad técnica”, con nosotros en tiempo real interactuando desde las redes digitales y/o dispositivos móviles con muchas personas en distintas partes del mundo. Y si era menester preguntarse por el valor cultural de la obra unitaria, es igualmente válido preguntarse hoy si el “valor” que le estamos dando a las relaciones sociales viene dado por la proximidad física o por la interacción mediada. ¿Llegará el día en que lo censurable sea el levantar la mirada de la pantalla para saludar a quien físicamente tenemos al frente? ¿Cómo vamos a manejar la idea de estar “permanentemente dispuestos y atentos” que la interacción mediada trae consigo? ¿Será posible desconectarse? ¿Nos será suficiente la interacción mediada al punto de prescindir de la proximidad física? ¿Terminará por desaparecer nuestro “yo” en el mundo real para darle paso a un “yo” imaginado y existente en lo virtual? En ese momento, ¿Cómo se definirá lo real?
Mientras lo resolvemos, y al igual que el cuadro del primer párrafo, estamos disponibles en cómodos estuches y nos llevan hasta en el bus. No es ni bueno ni malo porque sí. Es lo que es, y es inevitable. Somos nuestro propio afiche.
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@alfredosabbagh