La semana pasada se volvieron virales unos videos del reconocido actor Tom Cruise contando chistes y haciendo magia; misión nada imposible o que no hubiéramos visto antes con protagonista distinto. Lo particular esta vez pasa porque los videos fueron producidos con inteligencia artificial y una complicada programación que combinó el rostro de Cruise con el cráneo y cuerpo de un actor con similares características. La técnica, llamada Deepfake, no es nueva ni tampoco es la primera vez que la “sufre” Cruise, a quien igualmente vimos lanzarse a la presidencia de los Estados Unidos el año pasado. Tan solo para citar algunos ejemplos, Barack Obama, Donald Trump, y actrices como Daisy Ridley y Gal Gadot han sido también protagonistas forzadas de videos de este tipo.

Como se comentaba, el fenómeno no es nuevo. En el cine hemos visto desde hace mucho rato manipulaciones ópticas y digitales que nos han permitido viajar a otros universos, rejuvenecer o revivir actores. En la radio son muy comunes los programas que incluyen imitadores de voces de personalidades de todo tipo, y hasta una aplicación/red social como TikTok permite grabar videos sobre la voz de alguien más. En todos los casos el tipo de ventana y el formato del contenido han dejado clara la intención de entretenimiento, sátira o intranscendente burla; lo que puede que moleste a algunos egos pero poco daño hace si se mantiene en su contexto. Lo realmente complicado pasa cuando esa imitación pretende reemplazar la realidad para imponer la suya propia, producto esto de la sofisticación de la calidad de la imitación en conjunto con la credibilidad ingenua de la mayoría de la población que, como bien lo recordó en entrevista reciente Martin Baron, director saliente del Washington Post, “…no quiere ser informada, sino, más bien, reafirmada en sus puntos de vista”.

Sobre lo tecnológico es, y siendo realistas, poco lo que se puede hacer. Aun si existiera una regulación “anti deepkafes”, la misma no tendría mayor sentido en un mundo donde, y cito una frase que le leí a Tomás Rodríguez, “la realidad está siendo hackeada”. Lo fake, que desde siempre ha estado, encontró en el anonimato y la urdimbre digital el abono perfecto para volverse plaga y ni hablar de pandemia. Mucho me temo que el trazo digital que dejan estas Deepfakes va a ser cada vez más difícil de seguir; y mucho más temo el uso que el establecimiento y el poder puede hacer de las mismas para mantener el statu quo que les conviene.

Por donde toca depositar las esperanzas es por el otro lado, por el de la gente, mal llamada a veces “usuario final”. En la medida en que la sociedad en general se concientice desde la educación y la información objetiva a ejercer su legítimo derecho a la duda podremos tal vez, solo tal vez, blindarnos de alguna manera ante el embate de estas realidades concebidas y producidas en salas de programación al servicio de variopintos intereses. No se trata de ver para creer, sino de ver para dudar.

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@alfredosabbagh