Historia que se repite y no sorprende: Los aguaceros traen consigo inundaciones en sectores con canalizaciones pendientes o deficientes, junto con toneladas de basuras que orondas corren buscando el río cuando no se quedan en la mitad, algunas veces taponando las rejillas que sobrevivieron a los reducidores. A esto le siguen virales reclamos y señalamientos por la falta de educación, cultura ciudadana, sentido de pertenencia o todas las anteriores de quienes, en una reprochable e inexplicable actitud contraria a un mínimo lógico de sentido común y respeto, creen que la calle es una caneca.
Sin pretender excusar lo inexcusable, porque carece de total sentido el llenar las calles de basuras cuando llueve, valdría la pena aprovechar el caso para debatir sobre lo que se entiende, o debería entenderse, por “sentido de pertenencia” en una ciudad como Barranquilla, histórico puerto de entrada al país de muchos progresos de la modernidad que vio cómo los cambios en las dinámicas importadoras y exportadoras, junto con una voraz clase politiquera, la sumieron en un marasmo que bien simbolizó un slogan setentero que decía algo como “conozca Barranquilla antes de que se acabe”. A pesar de todos los esfuerzos de varios, muchos, que aún andan dando cátedra por ahí, la ciudad no se acabó; pero cierto es que se resquebrajó su tejido social y su autoestima. Se conformó con poco, se acostumbró a lo mediano. Y allí mismo una nueva clase politiquera, más joven y carismática pero igual politiquera, se fue acomodando para aprovechar ese conformismo generalizado y posicionar una idea de ciudad que disfrazara sus reales intenciones de volverla feudo.
Y como poco había que mostrar, pues empezaron a llenarla de obras. Fútil es discutir la importancia de algunas o lo necesario de otras, pero peor es cerrar los ojos ante las denuncias repetidas de manejos poco claros de los procesos de contratación que acompañaron a las mismas. Resulta igualmente muy elemental el creer que por sí solas esas obras van a generar algún tipo de sentido de pertenencia o motivarán la aparición de la también mancillada “cultura ciudadana”. El ladrillo, cemento, varilla y vidrio que conformen esas obras, por más bonito que se vea en su conjunto (y aquí podremos igualmente discutir sobre lo bello y lo feo), no van a constituirse en nada más si no pasan por el filtro de la apropiación social, lo que no únicamente incluye su uso medido en estadísticas de asistencia o de fotos en redes sociales. La apropiación social es paso fundamental para que exista eso que llamamos “público”, para que a todos nos duela lo de a todos, para que lo que se genere trascienda más allá de la vida útil del edificio o lo que sea. Cuando eso empiece a pasar y con ello venga un real sentido de pertenencia, seguro estoy de que las calles dejarán de ser canecas.
Pero eso implica pensar y enseñar a pensar. Y poco hay más temible para el poderoso que una ciudadanía pensante. Ese también es el problema.
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@alfredosabbagh