Una vez más, los mal llamados “padres de la patria” (y algunas “madres” también) hacen de las suyas en el Congreso de la República aprobando o desaprobando, gritando o callando, firmando y huyendo, torciendo las matemáticas y haciendo de la ley una plastilina; frase que repiten con algo de sorna algunos leguleyos de esos a los que el diploma no les tapa la falta de escrúpulos. Mientras unos estábamos pendientes del debate por las objeciones a la JEP en el Senado y la ministra de Justicia jugaba Candy Crush, en la Cámara iban pasando un Plan de Desarrollo del que no sabemos qué planea ni qué es lo que pretende desarrollar. Y como si fuera poco, ese Plan lo pasan a pupitrazo en el Senado sin leerlo porque no hay tiempo. Aprobar lo que no leen. Una y otra vez nos repiten la misma mala película.
Mucho de esto, inevitablemente, pasa por la ignorancia, el hambre y el desapego social de buena parte de los electores; condición que saben aprovechar para su beneficio los gamonales disfrazados de políticos que han mandado, mandan y seguirán mandando en el país. Acudiendo a pudorosos eufemismos, cualquier discurso barato acompañado de comida, bebida, tejas, ladrillos y el papelito morado con la estampa de Gabo, rematado con la planilla y tal vez la promesa de un puesto, es elector confeso. Y como la nuestra es una historia de cortoplacismos desesperados por resolver el “hoy” por encima del “mañana”, se tiende la mano sin pena y se acepta la coima (con o sin sonrisas de fiscal) para rayar en el tarjetón alguna cara o número que ni sabemos distinguir. Bien costosa que salen esas tejas o esos ladrillos cuando llega el momento de cruzar cuentas.
Otra de las causas es el desgano y pobre concepción de lo que significa ser ciudadano con que muchos se apartan de su deber al momento de elegir gobernantes y/o legisladores. Deber. El voto es tan derecho como deber, así esto último sea moral y no legal. Muchos, y con dolor debo decir que particularmente los jóvenes, no asumen la responsabilidad que les compete con el país que inefablemente heredarán. A algunos poco importa, y otros creen que no vale la pena votar porque nada va a cambiar. En ese marasmo naufraga la intención de lo que se conoce como “voto de opinión”, porque nunca llega a ser tanto como el voto del rebaño del párrafo anterior. Y no llega a ser tanto porque la tasa de abstención se desborda por la flojera de no quitarse la pijama el domingo de elecciones.
Situación complicada: Por un lado, el voto amarrado por el clientelismo. Por el otro, la flojera y derrota anticipada del que, pudiendo, decide no poder. En el medio, un sándwich de carne que se indigna y tuitea. O tuitea y se indigna, pero poco más.
Indignación. Esa puede ser una clave. Que nos indigne vender el voto. Que nos indigne quedarnos en la casa. Que nos indigne elegir a los mismos para que hagan lo mismo. Que nos indigne saber que no son dignos, y que les permitimos llegar a donde están por nuestra culpa.
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@alfredosabbagh