Este lunes 15 es el Santo de mi madre. Por eso, y si me lo permiten, me gustaría hacer una excepción y dedicarle esta columna a ella. Mi madre es una anglófila acérrima. Enamorada de la cultura británica y desde niña obsesionada con vivir en el Reino Unido. Siendo una adolescente, durante los años sesenta, cogió la maleta y se fue para allá. Primero a Londres y después a una ciudad del norte de Inglaterra llamada Blackpool. Volvió a su hogar en España tras la muerte de Franco en 1975 pues, como ella misma afirma, no quería perderse aquel momento crucial en la historia de su nación (dice mucho de su carácter aventurero primero haberse ido completamente sola a un país desconocido y, después, cuando ya estaba establecida, volver a su tierra justo en el momento de mayor peligro e incertidumbre de esta). Años más tarde se casó, nací yo y ya no volvió al que posiblemente fuera el lugar en el que más feliz fue.
Por eso, cuando su hijo tuvo trabajo e ingresos, decidió llevarla de vuelta. Era julio de 2010 y recuerdo como si fuera ayer los días que pasamos en la divertida, hortera y desacomplejada Blackpool. Una pequeña ciudad en la orilla del Mar de Irlanda, frente a la isla de Man, dedicada al turismo inglés. Con una playa tan infinita como fría, con un viento constante, con un montón de lugares de ocio a medio camino entre un sueño psicotrópico y darte igual que los hippies ya se jubilaron. Una torre gigante que imita a la de París. Salas de fiesta con fachadas desternillantemente freaks. Un parque de atracciones tan apretado que las vías de las montañas rusas pasan unas sobre otras. Puestos de fish and chips. Pubs donde quedarse a vivir. Casitas con jardincito alineadas con una perfección y un desapasionamiento inconfundiblemente británicos. Blackpool es tan inglés que casi ofende.
Mi madre lloró nada más subir al taxi que nos llevó del aeropuerto al hotel. Vi en su cara que, tres décadas después, no creía posible haber vuelto. Recuerdo descubrirla en el porche del hotelito con la mirada perdida en unas calles que eran como aquellas en las que ella caminó, pero que irremediablemente ya no eran las mismas. Ya no vivían aquellos a los que conoció. Los rincones, los lugares. Todo seguía igual en un modo. Todo era distinto en otro. Fueron días de felicidad, pero también de melancolía. Pocas cosas invitan más a ella que los viejos tranvías que recorren el paseo marítimo de Blackpool una tarde de domingo cuando el sol todo lo vuelve oro y la lluvia no sabe si caer o no empapándote mientras te pide disculpas. Anécdota divertida: esos días España ganó el mundial de fútbol. ¿Quién podía suponer que llegaríamos a la final? Mi madre y yo la vimos con un par de amables ingleses.
Han pasado ya algunos años. Hice otros viajes con mi madre. Vino a Barranquilla tres veces. Se enamoró de Cartagena. Volvió a España. El tiempo vuela y nada, solo los recuerdos, perdura. Pero, pase lo que pase, siempre recordaré a mi madre detenida en ese fin de semana. Con su fina piel blanca helada por el viento inglés y dorada por el sol del norte. Sentada en una terraza. Tomando un té. Mirándome con una media sonrisa. Viviendo esta extraña experiencia llamada vida.
@alfnardiz
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