No suelo desplazarme en autobús. Normalmente, camino. Los autobuses locales siempre me han parecido más una manifestación vehicular del Infierno de Dante, que un medio de locomoción digno de uso. Semejantes cacharros de colores chillones me producen una precaución instantánea. Me gustaría explicar mis razones. Indicar que en todo momento me refiero a los autobuses privados. Aquellos de propiedad pública (Transmilenio, Transmetro, Transcaribe), aun y todos sus defectos de sobra conocidos, son autobuses en gran medida equiparables a los utilizados en otras latitudes más acostumbradas a este medio de transporte colectivo. El objeto de mis palabras son las monstruosidades metálicas de propiedad privada que, como bestias prehistóricas, engendros de otro tiempo, de otro mundo, quién sabe si de otra dimensión tan atroz como lejana, arrastran sus pesados engranajes por nuestras sufridas calles.
En primer lugar, la infraestructura. El autobús en sí. En demasiados casos poco más que un amasijo de hierros oxidados en los cuales se apretujan los sufridos viajeros como si de frutas en una batidora se tratase: incómodos, sin espacio, empapados, con ganas no ya de salir, sino de escapar. Verlos parados permite percibir la decrepitud de unas máquinas que deberían haber dejado de circular hace ya muchos años. Verlos en movimiento supone asistir con estupor al bamboleo descontrolado de ruedas, piezas y motores en espectáculo que nada, sino un inminente accidente, anuncia. Es inconcebible que unos trastos que no son más que ataúdes andantes tengan permiso para transportar a nuestros familiares, amigos y vecinos en carreras que parecen dirigirse más al inframundo que a ningún otro destino. Después, la contaminación. Aún recuerdo la primera vez que vi a uno de esos abortos mecánicos vomitando un chorro de humo negro. No ya por el medio ambiente, ¿es que nadie se espanta de pensar en el daño que tales vertidos suponen para nuestra salud? ¿Nadie con el mínimo sentido de la responsabilidad para exigirles a las empresas modernizar sus flotas o al menos ponerles filtros anti-polución?
En segundo lugar, los conductores. Doy por hecho que sus sueldos son escasos y sus obligaciones laborales draconianas. Comprendo que están sometidos a estrés, malos modos y, no pocas veces, robos y agresiones. ¿Pero por qué tienen que conducir como lo hacen? No sé si será ignorancia o desprecio, pero el código de circulación les es por completo ajeno: maniobras peligrosas, dejar y recoger pasajeros en zonas inapropiadas, detener la circulación sin importarles los otros conductores. Su comportamiento hace pensar que el único requisito en el proceso selectivo de estos señores es la inexistencia total de requisitos. Más de uno no es que debería perder el trabajo, es que debería prohibírsele ejercerlo. El calor, la música a todo volumen, la carencia de espacio, la inseguridad… ¿Recuerdan la canción Highway to hell? No me extrañaría que se hubiera ideado en uno de nuestros autobuses.