Sentados frente al televisor, seguíamos atentos la alocución presidencial de esa noche de viernes.

La radio había dado la noticia. Luis Carlos Galán Sarmiento, el presidente que todos esperábamos, había sido víctima de un atentado en Soacha y los médicos de algún hospital del sur de Bogotá luchaban por salvarle la vida.

Virgilio Barco, el presidente que todos apurábamos, hablaba con inusitada serenidad de los acontecimientos recientes.

Durante su gobierno vacilante había sido asesinado Jaime Pardo Leal, en medio de una atmósfera de pánico regentada por las bombas del narcotráfico, el paramilitarismo y la guerrilla.

Esa noche Barco estaba rodeado de todos sus ministros que, sentados uno al lado del otro, transmitían la sensación de un velorio a la espera del tinto.

Pero el presidente decía que Galán estaba fuera de peligro.

Nos acostamos, entonces, con la sensación de que el salvador del país seguía con nosotros. No reparamos en la cara del único ministro galanista del cortejo.

A la mañana siguiente nos encontramos con las lágrimas de cielo.

Supimos que Barco había mentido para evitar problemas de orden público y que los Escobar, los Santofimio, los Popeyes, los Rodríguez Gacha y los Castaño Gil se habían salido con la suya.

“Qué triste es ver cómo un hombre que vivió, luchó y murió por Colombia, no haya podido lograr su ilusión y anhelo de ver al país en paz”, escribió su hijo Juan Manuel, en un papel arrugado que encontró en uno de los mesones de urgencia, minutos después de que el médico de turno les dijera: “lo siento mucho”.

Era la tristeza de todos, porque todos también morimos ese fin de semana.

Galán era el abanderado de una generación que empezaba a encontrarse, tras décadas de polarización y conflicto. Era un hombre visionario, ecuánime, progresista y responsable. Era el dirigente ideal para una nación que se aprestaba a hacer cambios trascendentales en su devenir, como consecuencia de los nuevos contextos globales que lo acechaban.

Eso poco importaba. La mezquindad de los violentos solo ve los microcosmos de sus intereses revanchistas.

Alguna vez leí que las sociedades paren a un líder cada 50 años. Los auténticos. Los que pueden decidir la suerte de una sociedad con sus ideas o sus acciones.

Unos 41 años atrás, habían asesinado a Jorge Eliecer Gaitán y sembrado en los pueblos del país una violencia de la que apenas ahora estamos saliendo.

Durante el mismo gobierno triste de Barco, haríamos lo propio con Carlos Pizarro León-Gómez y Bernardo Jaramillo.

Y seguirían, décadas después, silenciando opositores o desterrando críticos, sin mirar los efectos que su ausencia dejara en el país que les tocó.

Lo triste es que, en contra de la ecuación universal, nosotros no protegemos a nuestros líderes: los matamos cada cierto tiempo y nos asesinamos, de paso, a nosotros mismos.

Por eso andamos sin rumbo y sin norte.