Llevaba varios años trotando con cierta constancia —sin mayores ambiciones ni objetivos relevantes— hasta que una desafortunada lesión, a finales de septiembre, me obligó a parar. Tres meses sin trotar parecen poco, pero a estas alturas puedo asegurar que esa pausa forzada ha tenido un serio impacto en mi bienestar. Hablo de la rutina que desaparece: levantarse muy temprano, recorrer las calles y volver a la casa con una sensación de compromiso cumplido y con la mente despejada. Cuando eso falta, el día empieza de otra manera y uno advierte, sin proponérselo, que el cuerpo y la cabeza extrañan algo que parecía secundario.
Con el súbito sedentarismo, la pérdida de estado físico se manifiesta pronto. El cuerpo responde peor y se entorpece, incluso sin haber ganado muchos kilos. Aparecen molestias donde antes no las había y una que otra tarea menor demanda una atención inusual. Con el paso de las semanas también se altera el ánimo. Surge una sensación de desgano, una menor disposición para enfrentar el día y una irritabilidad leve pero persistente. La paciencia se acorta, la concentración disminuye y cualquier contratiempo parece más importante de lo que es. El sueño también empieza a deteriorarse y las noches se desmejoran. Así, se vuelve evidente que el ejercicio tenía efectos que iban mucho más allá de lo físico y beneficiaban distintos aspectos de la vida cotidiana.
Aunque esa percepción va cambiando, creo que por mucho tiempo entendíamos el ejercicio como algo accesorio, asociado a la apariencia o al rendimiento cardiovascular. Muchos lo practican solo cuando hay tiempo, cuando sobra energía o cuando un médico lo ordena, sin caer en cuenta de su importancia. El movimiento influye de manera silenciosa en la disposición frente a los otros y en la manera de procesar las tensiones habituales.
Conviene aclararlo: esto no pretende ser una defensa del trote ni una invitación a adoptar una disciplina deportiva específica. No todos pueden trotar, ni todos quieren hacerlo. Aun así, casi todos podríamos movernos un poco más de lo que lo hacemos. Caminar, montar bicicleta, nadar, subir escaleras, interrumpir deliberadamente la inercia que impone la quietud.
Confío en volver a trotar pronto, cuando el cuerpo lo permita. No para recuperar tiempos ni distancias, sino para restablecer una rutina que demostró tener, más allá de cualquier duda, un impacto más profundo del esperado. Estos tres meses sin trotar no me han enseñado nada nuevo; simplemente hicieron evidente algo que conviene recordar de vez en cuando: mover el cuerpo es una de las formas más simples y eficaces de cuidar la mente.
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