Ser adulto en Navidad es un oficio silencioso. Solo que ahora, dos días después, se nota más. Las luces se apagan, el WhatsApp deja de sonar y el comedor vuelve a ser simplemente comedor, ya sin la ilusión de escenario.
De niño, diciembre era una promesa. La casa olía distinto, el calendario se aceleraba hacia una noche que parecía milagrosa y el mundo entero se dejaba convencer por una idea sencilla, alguien iba a pensar en ti. Los regalos no eran solo objetos; eran la prueba de un cariño organizado en secreto.
Luego venía “el después”, ese nuevo año escolar que se sentía como un territorio recién descubierto. Los cuadernos limpios, los uniformes planchados, la emoción de estrenar mochila y de mostrar con orgullo lo recibido, fueran juguetes o ropa. Todo invitaba a creer que la vida empezaba de nuevo.
De adulto, en cambio, diciembre no llega con ilusión espontánea sino con tareas. La Navidad no cae del cielo, se arma a pulso. Se cocina, se organiza, se revisan presupuestos y se cumplen expectativas. La ilusión se vuelve logística y el encanto se transforma en una lista mental que nunca parece cerrarse. Ser adulto en Navidad es sostener el telón para que otros vean el espectáculo y, ojalá, se emocionen como uno se emocionó alguna vez.
La celebración trae su propio realismo. No detiene el mundo, apenas lo suaviza por unas horas. Se canta y se brinda, pero en algún rincón de la cabeza persiste la certeza de que el 26 amanece parecido al 23, con las mismas responsabilidades y, a veces, con un peso adicional. Un gasto que se sumó, una conversación pendiente, un silencio que se hizo más evidente.
La Navidad adulta es una mezcla extraña de gratitud y cansancio. Uno se alegra por lo que tiene, aunque también es consciente de lo que cuesta sostenerlo.
La nostalgia es inevitable en diciembre. No solo se extraña a quienes ya no están, también a la versión de uno mismo que creyó que el futuro sería un premio garantizado. El niño esperaba regalos. El adulto espera treguas. El niño contaba los días para abrir cajas. El adulto cuenta los días para cerrar asuntos. El niño vivía el presente como si nada más importara. El adulto vive la fiesta como un paréntesis hermoso, pero frágil.
Aun así, este año y ojalá por muchos más, asumimos la tarea de construir el encanto de la Navidad. Las mesas se pusieron, los abrazos se buscaron y las familias se sostuvieron gracias a quienes guardaron su cansancio para regalar una noche serena.
En muchos hogares, la calma de diciembre no llegó envuelta en papel, sino hecha de gestos discretos y de una entrega que casi nunca se nombra.
Por eso este 26 amanece con un brillo distinto. Ya sin ruido, queda claro que la Navidad no canceló pendientes ni curó ausencias, pero sí dejó algo especial, una pausa. Un espacio breve en el que, incluso en medio del desgaste, la existencia volvió a sentirse simple y cercana, reducida a lo esencial, una mesa compartida, un abrazo a tiempo, la experiencia de estar.
Y entonces se entiende que valió la pena celebrar. Porque hubo un instante en el que el presente se dejó vivir sin pedir explicaciones al futuro. Ojalá esa sensación no se disuelva con el calendario. Ojalá se quede, acompañándonos muchas noches más, como una convicción serena y necesaria: que encender una luz y compartir lo que somos sigue siendo una de las formas más honestas de esperanza.








