Albert Camus, premio Nobel de Literatura en 1957, escribió Reflexiones sobre la guillotina cuando Europa aún sostenía la idea de que ejecutar a un hombre podía ser un acto de justicia. Lo que él vio, sin embargo, fue una ceremonia de poder disfrazada de moral: una sociedad que pretendía proteger la vida quitándola y que buscaba imponer orden a través del miedo. Su ensayo no fue la defensa del condenado, sino la denuncia de un verdugo colectivo que encontraba tranquilidad en el acto de matar.
Hoy ya no hay patíbulos ni cuchillas, pero la lógica persiste: la guillotina se ha vuelto digital. En las redes sociales, las ejecuciones no derraman sangre, pero destruyen reputaciones, desbaratan proyectos de vida y expulsan personas del espacio público con la misma frialdad y eficacia que el cadalso de antaño. Camus sostenía que la pena de muerte era una venganza disfrazada de justicia; las redes repiten ese mecanismo. Un tuit, un video o una frase bastan para activar la maquinaria del castigo, y el verdugo ya no es un funcionario, sino todos nosotros. La víctima pierde el derecho a defenderse y el linchamiento se celebra como triunfo moral. “Los hombres no temen tanto a la muerte como a morir humillados”, escribió Camus. Hoy, ese miedo se traduce en la ansiedad de quedar expuesto y reducido públicamente hasta perder su voz.
El filósofo rechazaba la pena capital porque negaba la posibilidad del arrepentimiento. En el mundo digital tampoco hay redención: el error se vuelve indeleble. Internet no olvida, y la sociedad que exige disculpas rara vez concede perdón. Lo que Camus veía como la peor de las torturas, la espera del condenado que sabe que será ejecutado, encuentra eco en la angustia contemporánea de quien teme ser apartado del espacio público por la presión de las redes. Así, el debate se transforma en un campo de batalla y la palabra en un arma.
Camus también advertía sobre la tentación del poder de ocupar el lugar de Dios. Las redes repiten esa usurpación: la multitud se cree juez y salvadora, convencida de obrar en nombre del bien. El “me gusta” funciona como indulgencia, el “retuit” como aplauso y la expulsión social como sacrificio. Es una religión sin dioses, pero con dogmas inflexibles: culpa, castigo y purificación. Y como toda fe fanática, produce víctimas.
Frente a esa violencia, Camus defendía una ética de la compasión y la medida: una justicia sin crueldad y una lucidez ajena al fanatismo. Esa lección, escrita para denunciar la guillotina, es igual de necesaria en las pantallas y en las campañas electorales de Colombia, donde las ideas suelen ceder espacio a la descalificación y los linchamientos digitales. Rebelarse hoy consiste en no sumarse al sacrificio del adversario, en resistir la tentación de destruir al otro bajo la ilusión de una justicia inmediata. Si ayer la guillotina representaba el poder del Estado sobre el cuerpo, hoy las redes y la política populista expresan el poder de la multitud sobre el alma. En ambos escenarios, la única respuesta que no degrada es la compasión: esa forma de valentía que nos impide soltar la cuchilla que todos llevamos en el bolsillo.
@hmbaquero








