Buscando escapar del humo de estos días, entre el drama de las visas y los discursos contra el “imperio”, me encontré con el borrador del proyecto de ley de competencias. Lo revisé con curiosidad y terminé con la sensación de que estamos ad portas de dar un paso histórico, pero el Gobierno parece decidido a bloquearlo. Nos la venden como una apuesta por la descentralización, pero lo que se ve de fondo es una nueva versión del mismo centralismo de siempre, más sofisticado, pero igual de controlador.

El proyecto promete que los territorios tendrán más responsabilidades, recursos y autonomía. Y ese, en el papel, es el avance que soñamos. Pero cuando se mira de cerca, todo depende de la voluntad del Gobierno central: el artículo 6 define que la Nación decidirá el ritmo y las condiciones bajo las cuales los territorios recibirán esas funciones. Seguiremos atrapados en la idea de que las regiones solo avanzan si el centro lo autoriza.

También se propone clasificar municipios y departamentos según su “capacidad de gestión”. Una idea razonable, pero si se deja esa evaluación en manos del Departamento Nacional de Planeación, la decisión de quién está “listo” para gobernarse se vuelve más política que técnica. El que se alinee con el Gobierno avanza; el que cuestione, se queda esperando. Así no se construye autonomía, se administra dependencia.

El proyecto, además, insiste en uniformar las realidades y prioridades de cada región. Como lo plasma el articulado, todo lo que se defina sobre cómo aplicar las diferencias regionales dependerá de una reglamentación nacional. Es el centro decidiendo por todos, sin entender que la riqueza del país está precisamente en su diversidad.

El manejo de los recursos tampoco se libra. Los alcaldes y gobernadores podrán recibir más funciones, pero seguirán con las manos atadas para decidir en qué invertir. Como lo menciona el artículo 13, los límites al presupuesto territorial se mantendrán en Bogotá. ¿De qué sirve hablar de autonomía si las regiones no pueden decidir sobre su propio dinero? Mientras las decisiones se sigan tomando en la capital, lo único descentralizado será la responsabilidad, no la capacidad de resolver.

Durante 200 años ya probamos este modelo, y el país no ha avanzado como soñamos. Pero hoy estamos frente a una oportunidad de oro para hacerlo distinto. El camino ya empezó con el aumento al 39,5 % en el Sistema General de Participaciones, un paso que demostró que la descentralización sí puede ser real. El Congreso y el Gobierno tienen la oportunidad de hacerlo en serio, de convertir el discurso en hechos. Sería un error histórico frenar ese impulso justo ahora y dejar que el pan se queme en la puerta del horno. Este es el momento de confiar en las regiones y permitir que el futuro empiece donde siempre debió estar: con la gente.

@MiguelVergaraC