Somos una curiosa especie de homínidos sin memoria: hace apenas cinco años estábamos confinados y ya nadie parece recordar la cuarentena, los días difíciles del encierro. Lo que sigue es un recordatorio, una nota manuscrita hallada en un albergue de ancianos. Uno de esos temibles lugares donde la peste se ensañó con los abuelos. Por desgracia, su anónimo autor no logró sobrevivir. Tampoco ninguno de sus 358 compañeros de asilo.

Tomo la pluma en el año del Señor de dos mil veinte; no encontré mejor manera de comenzar esta relación. Cuando era niño, la gente solía referirse a una situación que juzgaba muy distante en el futuro diciendo algo como «eso será en el año dos mil». Por eso al escribir «dos mil veinte», me cuesta creer que el viejo que garabatea estas páginas aún siga aferrándose a la vida. Sobre todo, después de afrontar el horror del asma durante la infancia, de caer de cabeza desde un auto en movimiento, de precipitarse desde la copa de un ciruelo y de resistir una inyección letal aplicada con las mejores intenciones. Sea como fuere, lo que más llama mi atención, no son las dos décadas transcurridas desde los vaticinios apocalípticos que acompañaron el final del milenio, ni siquiera el incienso que humea con solemnidad de la expresión «el año del Señor», sino la asombrosa contingencia de que la frase, además de arcaizante, sea literal y perturbadoramente verdadera.

Me permito aclarar que carezco por completo de pretensiones literarias, por lo demás, no creo que queden muchos lectores cuando termine la pandemia, si casi no los había cuando comenzó. Confinado en un albergue, que otros llaman residencia de ancianos, escribo en la más completa soledad. No me interesa ser leído, como dije. Lo hago exclusivamente para mí, de una manera individualista, que no es lo mismo que mezquina. Como una forma de soportar el confinamiento, el encierro al que este incurable vagabundo jamás pudo acostumbrarse.

Nadie sabe cómo, pero al parecer el virus que se propaga por el mundo de manera desgarradora, saltó a los humanos en un lejano mercado de Oriente, o al menos esa fue la fábula que nos contaron. Un dulce murciélago de la fruta es el principal sospechoso de ser el reservorio del monstruo, de destapar en algún remoto paraje de Wuhan la espeluznante tinaja de Pandora.

Cuando a finales de diciembre la prensa internacional comenzó a registrar los primeros casos de infectados, nadie en el albergue pareció tomar demasiado en serio la noticia. La aparente neumonía de un puñado de habitantes de la nación más poblada del mundo no mereció más que unos pocos renglones de la prensa local, atareada en registrar con minuciosa precisión y a cinco columnas la frivolidad social de la parroquia. En la televisión, entretanto, los valientes norteamericanos salvaban a la humanidad de asteroides asesinos, invasiones alienígenas, muertos vivientes y terroristas internacionales. Si había suerte, quienes sintonizaban la radio podían escuchar a Guillermo Buitrago o a la orquesta de Billo Frómeta. Pero nadie hablaba del virus, nadie…