En el libro La generación ansiosa, el psicólogo social Jonathan Haidt plantea una hipótesis provocadora, con respaldo creciente de evidencia: los niños y adolescentes de hoy están más ansiosos, frágiles y deprimidos, en parte, precisamente por los cuidados que reciben. El autor señala que la transformación cultural que ha eliminado, de forma progresiva y obsesiva, los riesgos del entorno infantil, reemplazandolos por una crianza basada en la hipervigilancia, la sobreprotección y la supervisión constante, está afectando el desarrollo emocional y psicológico de las nuevas generaciones.
Una de las bases del argumento de Haidt es que la infancia humana, desde una perspectiva evolutiva, ha sido un periodo de exploración activa y exposición controlada a riesgos. Desde escalar árboles hasta resolver conflictos con otros niños sin intervención adulta, el desarrollo saludable de la autonomía requería vivir pequeños fracasos, experimentar dolor físico moderado y enfrentarse a la incertidumbre. Sin embargo, en las últimas dos décadas esa libertad se ha visto drásticamente reducida. Las ciudades se han rediseñado desde el miedo, los patios se han acolchado y, lo más preocupante, el juego sin supervisión ha desaparecido casi por completo.
La ausencia de riesgos, sostiene el autor, no solo impide que los niños desarrollen resiliencia, sino que, paradójicamente, los vuelve más vulnerables. La ansiedad no surge únicamente por la exposición al peligro, sino también, y con más frecuencia, por la falta de herramientas para enfrentarlo. Si un niño no aprende que puede caerse y levantarse solo, que puede discutir con un amigo y reconciliarse, o equivocarse sin que el mundo se acabe, crece con una sensación constante de amenaza ante lo incierto. Esa fragilidad emocional se ve hoy potenciada por la omnipresencia del teléfono inteligente, que los mantiene en una burbuja digital, donde la comparación permanente, el escrutinio social y la desconexión del entorno real son la norma. El contacto directo ha sido reemplazado por una socialización filtrada a través de pantallas.
Aclaro que este libro no es una alabanza a los “tiempos pasados”, sino un llamado urgente, respaldado por la ciencia, a recuperar prácticas que la psicología del desarrollo ha validado durante décadas. Numerosos estudios han demostrado que el juego libre, la resolución autónoma de problemas y el contacto con la naturaleza actúan como factores protectores frente a la ansiedad y la depresión. Pero hoy, en una época en que muchos padres temen demandas legales, el juicio social o simplemente se sienten culpables por “descuidar” a sus hijos, permitirles correr riesgos se ha vuelto, casi, un acto de rebeldía.
Más que culpar a las familias, Haidt propone una reforma cultural y estructural: rediseñar espacios que faciliten el contacto físico, revisar leyes que penalizan la autonomía infantil y repensar el papel que la tecnología debería jugar en la vida de los jóvenes. El psicólogo también nos invita a dejar de ver a los niños como seres frágiles que deben evitar todo riesgo, y empezar a reconocerlos como aprendices competentes que necesitan enfrentarse gradualmente a este mundo para poder habitarlo, más adelante en sus vidas, con seguridad y confianza.
Este libro toca muchos temas que espero comentar en futuras columnas. Por ahora, les dejo una recomendación sincera: léanlo. Y reflexionen sobre esto: hemos hecho casi todo por proteger a nuestros niños en el mundo real, pero muy poco para protegerlos en el mundo virtual.
@hmbaquero