Hoy primero de mayo del 2025 escribo para el mundo entero, o para quien quiera leerlo, que he conseguido uno de los grandes deseos de todo trabajador: mandar al carajo al torturador despertador y su repelente, instigador e inapelable reclamo para que me levante a cumplir con otra jornada laboral.

Hoy mientras muchos de ustedes celebran el Día del Trabajo, yo con una alegría desbordante festejo lo contrario, porque desde hoy no trabajo más. Desde hoy me sumo a los más de 9 millones de pensionistas que tiene España, porque hoy es mi primer día como jubilado en este país, y les aseguro que la sensación es fascinante.

No más jefes necios o estúpidos. No más enchufados que han llegado a jefes porque están dispuestos a acosar, agobiar y exigir sin tregua a los trabajadores a su cargo porque carecen de la inspiración motivacional de los verdaderos líderes.

Es algo así como de liberación, de alivio embriagador. Es sentir la orgullosa satisfacción de alcanzar la meta, después de años de lucha. Y lo mejor, disfrutar del enorme placer de saber que puedes mandar al carajo el acoso de las horas para que te levantes, y lo que es mejor, quedarte acostado sin remordimiento alguno.

Esta emoción, desbordada quizás, se justifica en el hecho de dejar de trabajar después de más de 40 años continuos “de estar al pie del cañón” en dos continentes, realizando las más variopintas actividades para conseguir el sostén propio y el de la familia.

Mi historia laboral, que estoy seguro se parecerá a la de muchos trabajadores, la comencé con un socio, mi hermano Toño, cuando apenas estudiábamos la primaria, en el Instituto Bifi La Salle, pero el de los pobres, no se confundan, el de la calle 47 con carrera 41.

Allí vendíamos dulces de la empresa Colombina y buñuelos de maíz con queso, del negocio familiar, que ofrecíamos durante los dos recreos que tenía la institución religiosa, regentada por salesianos.

Era la época del padre Lucio, prefecto de diciplina, quien nos permitía vender durante los recreos, después de recibir “el regalo” que le hacíamos todos los días, cuatro de los deliciosos buñuelos que nos hacía para la venta la vieja Esther, nuestra madre, los cuales se zampaba con una kola que también “le regalaban” los administradores del kiosco del colegio.

Las instalaciones del Instituto La Salle han sido el mejor espacio en el que he trabajado en toda mi vida.

Aunque sacrificábamos nuestros recreos porque en vez de corretear jugando, como hacen la mayoría de los colegiales, nosotros vendíamos los dulces y los buñuelos recorriendo los amplios corredores que rodean el enorme patio central.

Corredores que son auténticos soportales, con pronunciados arcos comparables en belleza o incluso más hermosos y acogedores que los que he visto en Bolonia o Florencia en Italia y en otras ciudades europeas.

Les juro que mereció la pena perder esa etapa de mi vida escolar con los compañeros, porque desde cualquier ángulo de los corredores en que estuviese trabajando me encantaba ver la belleza arquitectónica del edificio que le ha valido para ser reconocido como patrimonio arquitectónico del Departamento del Atlántico, en Colombia.

Las actividades laborales en La Salle las complementábamos los fines de semana con la venta de bolis y el alquiler de paquitos o comics que exponíamos en la terraza de la casa en la que residíamos en el barrio Bellavista, de Barranquilla, Colombia.

Esa también fue una actividad laboral fascinante, porque lográbamos congregar en la terraza de la casa a todos los amiguitos del barrio, sentados en el piso, chupando la bolsa del boli y leyendo las aventuras de Chanoc, El Llanero Solitario, El Fantasma, Linterna Verde, El Zorro, Tarzán o La pequeña Lulú, entre otros.

Claro. Era una época en la que no existía el móvil ni la tablet.

No fue un trabajo fácil, contrario a lo que parezca, porque a Toño y a mí nos tocaba estar ojo avizor para que los lectores no se intercambiaran entre ellos los comics, y así leer varios con el pago del alquiler de solo uno.

Ya como adolescente me dediqué a la venta de mercancía de todo tipo, como zapatillas deportivas, carteras, ropa de hombre y de mujer, oro italiano, traído de Panamá, y hasta porcelana china de la isla Barú, en Cartagena de indias. Después pasé a otras ramas del rebusque, o emprendimiento, como lo llaman ahora, relacionados con la venta de coches usados y rifas y boletas, en ese entonces de La Urbe, La Roqueña y La Económica.

Al terminar la universidad, ya como periodista ejercí como tal en el diario la Libertad, Diario del Caribe y EL HERALDO.

Fui asesor de prensa en el Congreso de la Republica; secretario para las Comunicaciones en la Alcaldía de Barranquilla y, después de eso, vendedor de huevos, gallinas y chocolates americanos a punto de caducar.

Probé como taxista y transportista de niños que llevaba y recogía de los colegios.

Se me dio por ser empresario, tendero para ser exactos, pero sucumbí ante la competencia de un santandereano que montó otra tienda a tres cuadras de la mía, pero más surtida y con precios más bajos, por lo que mis vecinos preferían ir a la suya a pesar del trayecto que tenían que recorrer.

Sin embargo, no me di por vencido y transformé el local en una refresquería en la que vendía sándwiches, gaseosas y jugos de frutas naturales, y aunque me fue bien, las ganancias no cubrían los pagos de alquiler ni los de sostenimiento de la familia.

Decidí entonces darle otra magnitud al local ampliando el surtido, y agregué a la venta de sándwiches carnes de res, cerdo y aves, crudas y preparadas, y le llamé al nuevo negocio: La tentación de las carnes. Fatal error de márquetin, porque por el nombre la gente del sector creyó que el negocio en realidad era una casa de lenocinio camuflada y nadie iba a comprar nada.

Todos los anteriores intentos, con resultados económicos insuficientes para sostener a la familia, me llevó a emigrar a España, donde trabajé como locutor y director de programas de radio, corresponsal internacional de prensa del grupo radial Delgado, de Nueva York, administrativo en bancos, mediador en la recuperación de activos hipotecarios en poder de ocupas, cobrador en empresas de recobro, y escritor de libros de cuentos, de los que aún mantengo la ilusión de que se venderán.

Les he contado todo lo anterior también para responder a quienes me aconsejaron, de buena fe, que no me jubilara porque me iba a aburrir.

Al principio me molestó el consejo, porque lo atribuí a una falta de consideración y reconocimiento propio a tantos años de trabajo, e incluso a una baja autoestima, al no plantearnos que nos merecemos disfrutar de nuestra jubilación, cuando aún tenemos ánimo, disposición, y sobre todo salud, y no cuando seamos unos viejos ‘cagalitrosos’ y los dolores de espalda, cadera, y rodillas no nos dejen salir a pasear a ningún lado.

Sin embargo, al investigar sobre esta posición frente a un momento tan esperado en nuestras vidas, encontré que estudios realizados sobre el tema coinciden en que la jubilación puede afectar a las personas de distintas maneras, entre ellas con sentimientos de tristeza y soledad e incluso depresión ante el hecho de perder su vida laboral y su rutina diaria de décadas ejercitándola.

Plantean el surgimiento de preocupaciones relacionadas con el qué hacer en el día a día como jubilado, e incluso cómo será a partir de ese momento su relación de pareja, al estar todo el tiempo en casa.

No cuestiono dichos resultados de los estudios, pero les juro que yo no he sentido nada de eso, y por el contrario a los síntomas expuestos, solo tengo una alegría inmensa por saber que desde hoy haré lo que dice Chiquitín Garcia en su canción: “Y NO HAGO MÁS NÁ”, interpretada por Jerry Rivas con El Gran Combo …

Yo me levanto por la mañana

Me doy un baño y me perfumo

Me como un buen desayuno

Y no hago más ná, más ná

Después yo leo la prensa

Yo leo hasta las esquelas

O me pongo a ver novelas

Y no hago más ná, más ná

Literal, como decimos ahora los jóvenes (jejejejeje), aunque sin las novelas, porque ese tiempo lo remplazaré con una jornada de spinning y escribiendo cuentos e historias, como esta que comparto con ustedes, por cortesía de EL HERALDO.

Hasta una próxima.

Alfon.ricaurte@gmail.com