Las agresiones a los niños deberían avergonzarnos profundamente como sociedad y, al mismo tiempo, motivarnos a ponerle freno de una vez por todas. No es posible que el país siga impactándose por el escándalo que producen las noticias de violencia contra los menores de edad, pero que poco o nada se haga para evitar que los casos sigan repitiéndose, incluso con una crueldad sin límites.
Las cifras son estremecedoras: 7.137 hechos de violencia sexual contra adolescentes y niños tan solo en los primeros cuatro meses de este año, según el reporte del Instituto de Medicina Legal. En el mismo periodo de 2017 fueron 5.831 casos, es decir, que en 2018 se dispararon en un 19%.
La población de entre 4 y 14 años es la más afectada por este tipo de hechos en el país; además, lo más frecuente es que los abusadores sean personas del mismo entorno familiar.
Los calificativos de “lamentable”, “terrible”, “pobrecita”, que salen de nuestros labios deberían traducirse en acciones contundentes. Ante la indefensión de la niñez, la sociedad es su protectora natural; todos podemos denunciar a las autoridades competentes cuando nos percatemos de la vulneración de sus derechos. El repudio por estas situaciones debe ser generalizado.
Cada vez que se conoce una información de este tipo, como ha sucedido con el terrible caso de agresión sexual y tortura del que fue víctima una menor de tres años en Bogotá, desfogamos nuestra rabia en solicitudes colectivas de medidas penales (como la castración química o la cadena perpetua) sin pensar en los cambios estructurales que necesita el servicio de protección de la niñez.
En este sentido resulta fundamental el cuidado que se les da a los niños dentro de los hogares, así como también en el vecindario o en los colegios. Los guardianes de su bienestar son los vecinos, los profesores, los padres, la familia. Estrechamente relacionados también están los valores que infundimos a los menores en todos estos escenarios; el respeto hacia los demás es quizás el principal, de manera que sepan advertir los eventuales riesgos y que, en un futuro, cuando crezcan, no se conviertan en agresores.
Pero desafortunadamente las agresiones físicas no son las únicas afrentas que padece la niñez colombiana. El trabajo infantil es otra forma grave de maltrato, pues les cercena a los menores las posibilidades de educarse, de recrearse, de vivir como niños. En el país hay 357.000 menores explotados laboralmente, según reporte de este año del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar.
Otra clara vulneración a sus derechos es la falta de acceso al sistema educativo, situación en la que se encuentran por lo menos un millón de menores de edad. La sociedad parece no percatarse de estos otros tipos de violencia que también laceran el bienestar de esta población.
No podemos seguir viendo cómo sufren quienes deberían ser las personas más importantes, los que asumirán los roles que hoy ejercemos. Nos corresponde actuar.