Ni en la Atenas de Pericles, ni en la Roma de Julio César, ni en la Barranquilla del caimán: nadie es nadie hasta que no lo coronan con un apodo bien afilado, una calumnia burlona de barrio o un rumor sonoro ya para la posteridad. Al mismo Pericles, con todo y lo Pericles que era, en Atenas lo apodaban “Esquinocéfalo”, es decir, el propio “¡Cabeza de cebolla!”.

Además de las urnas y la pluralidad informativa, otro indicador para medir el grado de libertad de los ciudadanos debería ser el del número, variedad y agudeza de los apodos y rumores con que se consagran abiertamente a sus líderes. Dicho al revés: muy bajito de sal de libertad andará el país donde sus dirigentes no sean bien zarandeados a pleno sol por las malas lenguas.

En ese sentido los ciudadanos de Roma fueron muy libres y nadie gozó de tanta celebridad como Julio César. Claro está que lo que ayer se usaba como insulto, por suerte hoy ya no lo es: ahora a ninguno le interesan las orientaciones íntimas de nadie en su alcoba. Y si, con Suetonio y Plutarco, aquí registramos algunas de ellas, lo hacemos con el gesto grave y circunspecto, como el del hombre afeitándose un lunes por la mañanita.

A Julio César, en efecto, siempre se le acusó de patear con ambas piernas. Curión lo llamó “el marido de todas las mujeres y la mujer de todos los maridos”. Decían que era el galán de la mujer de Craso, de la de Pompeyo el Grande y de la madre y la hermana de Bruto. Además, sus enemigos siempre avivaron el rumor de que, cuando joven, fue seducido por Nicomedes, el rey de Bitinia. Por eso siempre lo motejaron de “Rival de la reina”. Incluso muchos años después, cuando Julio César defendía en el Senado los intereses de la hija de Nicomedes “recordando los beneficios que él había recibido de su padre”, ahí Cicerón lo interrumpió diciéndole: “Deja eso, por favor, que ya se sabe lo que él te dio y lo que tú le diste”.

Los atenienses tampoco eran mudos, ni Pericles menos célebre: que se entendía con su nuera, que Fidias le traía mujeres libres, que Pirilampes le regalaba un pavo real de Persia a todas las que se acostaban con él. También lo atacaron por pelele de Aspasia, su mujer. En Atenas, en realidad, no mandaba él, sino ella. Si le declararon la guerra a Samos, fue porque ella lo ordenó. Aspasia era la que decía que sí, Aspasia era la que decía no, y Pericles un títere suyo. Incluso se burlaban de él porque fue el primer hombre al que, en la puerta de su casa, su mujer todos los días lo despedía y lo recibía con un beso en la boca. Y a ella la calumniaban con que, lejos de regir el salón de moda de los pensadores y artistas de Atenas (allá iba Sócrates), en realidad era la maestra y jefe de las cortesanas, hasta el punto de que al propio Pericles se las ofrecía.

El derecho al pataleo de las malas lenguas, además de signo libertario, es uno de los precios de la celebridad. Y también al revés: a quien las malas lenguas no persigan, mejor que no crea mucho en la grandeza y gloria de su nombre.