Los matrimonios “arreglados” a distancia no son nada nuevo, siempre se han dado; ahora por internet y antes por correspondencia. Esto le sucedió a una parienta mía, quien –aunque un tanto “quedadita”– era un buen partido, pues tenía todas las dotes exigidas en aquellos tiempos para casarse. Tocaba bien el piano, era buena en la cocina, dócil, sumisa y de “buena familia”. Un amigo la conectó con otro en Guatemala que quería casarse, y ella parecía la persona idónea. Para conocerse viajó con mis padres a Guatemala y llegaron a casa del novio. Los recibió una señora adusta, de mirada severa, vestida toda de negro y los saludó con un beso en cada mejilla –a la usanza italiana–, era la presunta suegra, que vivía allí sola con su único hijo y con un gato negro. Y apareció, nervioso, el galán. Vestía de paño negro, chaleco de doce botones, corbata negra y en la mano un sombrero borsalino de fieltro negro, como los que vendían los señores Lacorazza en San Nicolás. Bajito, de abultada panza, mirada melancólica, tan callado que fue la madre quien hizo una apología de sus virtudes. “El nunca ha conocido mujer”, dijo ella. La sala era hermética, parecía que allí la luz nunca se atrevió a entrar. En el piso, cojines de terciopelo y un gato que les rozaba las piernas lento y con aire de superioridad. Y en el patio un chompipe (léase pavo) negro, que hacía gárgaras. Le impresionó tanto el entorno, que mi parienta enmudeció y miraba a mis padres con ojos de súplica. “Sálvenme” parecía decir. Ella, de temperamento alegre, festivo y carnavalero, encerrada en esa casa, con un novio barrigón y triste, una suegra severa y un gato negro, moriría de tristeza y de dolor. ¡Al diablo con el matrimonio! “Me devuelvo a Barraquilla, y en Barranquilla me quedo”.

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