Se llamaba Sabrina y tenía una larga cabellera rubia que contrastaba con su piel trigueña. La conocí en un bazar que tenía lugar en los patios del colegio de las religiosas, a donde acudí por invitación de una de sus hermanas, quien trabajaba de azafata en una aerolínea y con quien entablé amistad pocos días antes en un viaje hacia la capital.

La relación con Sabrina surgió en forma espontánea. Me resultó fácil reconocerla por el parecido que guardaba con su hermana.

–Yo soy Guillermo –me presenté extendiéndole la mano– y ella me pareció sobradamente atractiva, para mis expectativas y búsquedas de mi adolescencia.

–Me llamo Sabrina, y tú ya sabes quién soy, ¿verdad? –me brindó una cálida sonrisa y, sin más preámbulos, nos tomamos de la mano y nos perdimos entre las parejas que bailaban en la apretujada pista.

Bailamos una hora sin parpadear, pegaditos en los boleros y sueltos en los mambos, las cumbias, los porros y el cha cha cha.

La ruleta de la tómbola nos premió con un muñeco de peluche para ella y una botella de whisky que gané con tres disparos que hice en el blanco.

–¿Cómo lo has pasado? – quise saber en cuanto se nos acercaba la hora de despedirnos.

–Chévere, de maravilla –fue su respuesta.

–¿Te puedo visitar y podríamos salir?

–¡Claro! Me puedes visitar desde las 7:30 de la noche, pero no todos los días; un amigo viene a mi casa los viernes y los domingos a las 5 de la tarde. ¿Te parece bien? Mi padre trabaja en sus oficinas todos los días hasta las 10:30 de la noche, así que podemos disfrutar los días y las horas que tengo libres.

Esa distribución horaria me daba derecho a los días lunes, miércoles, jueves y sábados. La mejor parte del pastel y de acuerdo al horario establecido para el otro visitante, yo podría disponer de todos los días a partir de las 7:30 de la noche.

Todo comenzó normalmente. Ella me recibió los primeros días luciendo faldas a media pierna, de colores oscuros estilo chanel y blusas sencillas de colores claros y sin mangas. Otro día la encontré con una falda ajustada a su cuerpo que dejaba adivinar la voluptuosa anatomía de sus piernas, lo que espoleó el mutuo interés de alargar el tiempo de mis visitas.

Pero un martes a las 7:30 de la noche, cuando me disponía a tocar el timbre, se abrió la puerta de golpe en la que aparecieron dos figuras humanas despidiéndose con un largo beso. Eran Sabrina y Horacio, mi amigo y condiscípulo, con quien siempre confabulados nos protegíamos las espaldas para perpetrar todas las travesuras y aventuras de faldas.

La ausencia de suspicacia en esos momentos me hizo ver la situación con la mayor tranquilidad.

Horacio se despidió de Sabrina y pasó por mi lado, pero no sin antes palmearme la espalda a modo de saludo, diciéndome:

–Me agrada verte, mi hermano –y haciéndome un guiño a espaldas de ella, me susurró casi al oído –mañana nos vemos en clase.

–¡Okey brother! ¡Nos vemos!

Y el reparto de las horas de visita me favoreció por un largo tiempo.