Europa tiene bastantes problemas estos días: la crisis del euro se resiste a desaparecer, los británicos votarán el 23 de junio sobre el Brexit, los refugiados siguen huyendo de las guerras, suben los partidos de ultraderecha y ahora encima se ha agravado la tensión con Rusia por el conflicto en Ucrania. El desencadenante ha sido la última edición de Eurovisión el sábado pasado, el gran concurso de música kitsch que una vez al año reúne a los pueblos europeos ante la pantalla de televisión desde su primera edición en 1956 –algo parecido al difunto Festival OTI de la Canción en las Américas–.

Las televisiones públicas que organizan Eurovisión se empeñan en evitar cualquier manifestación de mensajes políticos durante el megaespectáculo de cuatro horas. A los asistentes del público se les permite solamente llevar las banderas oficiales de los países participantes, además de algunas pocas insignias de causas como los derechos LGTB, un colectivo en el que se sigue el concurso con especial frenesí. Días antes de la final de este año en Estocolmo, los organizadores publicaron una lista con ejemplos de banderas prohibidas. Allí apareció la ikurriña, la bandera oficial del País Vasco, junto a la de los yihadistas del Isis. Tras una protesta oficial del Gobierno español, los organizadores se disculparon.

Eso no fue nada comparado con la indignación que ha provocado la victoria de Jamala, la intérprete de Ucrania, tras una votación muy controvertida que mezcló el televoto de los espectadores con el dictamen de los jurados profesionales de cada país. Como si no fuera suficiente que Jamala le ganara al gran favorito, el ruso Sergei Lazarev, su canción 1944 recuerda la expulsión del pueblo tártaro de Ucrania en la época de Stalin. En Moscú han visto en ella puro revanchismo de Occidente por la separación de Crimea de Ucrania y la guerra de separatistas prorrusos al Este de aquel país. “La política se ha impuesto sobre el arte”, comentó el senador Franz Kintsevich, vicepresidente de la Comisión de Defensa, quien exigió que Rusia boicoteara el certamen que el próximo año se celebrará en Kiev.

Sin embargo, el caso de Jamala no fue la única polémica política de Eurovisión 2016. Alemania quedó relegada al último de los 26 puestos por segundo año consecutivo tras una, pongamos que, atrevida actuación de Jamie-Lee –nos va mejor jugar al fútbol–. La sección bávara del partido xenófobo Alternativa por Alemania (AfD) no tardó en culpar del desastre a la “política de caos” de la canciller Ángela Merkel. “Ya ni nos dan puntos por simpatía”, se quejaba este partido en Twitter, aunque más tarde rectificó diciendo que era una broma. Entre estas políticas de caos de Merkel a las que se opone AfD, y según ellos los telespectadores, están las sanciones contra Rusia por la situación en Ucrania. Para el Kremlin, pues, Eurovisión este año ha dado una de cal y una de arena. Pero también es posible que la gente simplemente se haya movido por cuestiones musicales.

@thiloschafer