Uno de los rasgos deplorables del uso que se les da a las redes sociales –y que noto en particular en Twitter, donde mantengo cierta actividad desde hace dos años– consiste en que son legión los que parecieran creer que lo que dicen allí no lo están diciendo públicamente y, por tanto, se permiten toda clase de ligerezas tanto en el fondo como en la forma.

Esto se hace más patente cuando se trata de usuarios que, al mismo tiempo, son generadores sistemáticos de contenido en los medios tradicionales, es decir, que son periodistas en el sentido clásico del término (pues ahora “el periodista soy yo”, “el periodista es usted”, el periodista es cualquiera). No son pocos, en efecto, los periodistas-tuiteros que dan muestra de un doble estándar, no sólo en sus datos y conceptos, sino en su forma de expresarlos. En los medios tradicionales, en lo que a datos y conceptos se refiere, se ajustan a los criterios de responsabilidad, veracidad, sensatez y argumentación que son propios de la ética del oficio, incluso si su tendencia es a practicar un periodismo de denuncia, incisivo, crítico; y, en cuanto a la forma de expresión, tratan de ser cuidadosos, decorosos, hasta donde su conocimiento del lenguaje se lo permite. Pero en Twitter, ¡madre mía!, se desbocan en sus opiniones, afirman temeridades, lanzan cuestionamientos o acusaciones sin fundamento alguno, cuando no es que esputan las más tontas frivolidades; y todo ello lo ponen en un lenguaje que, por sus sintaxis y ortografía, semeja el de los niños que están aprendiendo apenas las primeras letras.

Quienes incurren en esta flaqueza parecieran ampararse, como señalaba al comienzo, en la idea de que en Twitter las audiencias son particulares, o grupales, dado el hecho de que el usuario decide a quién seguir y quién lo sigue. De ahí que piensen que, al tuitear, lo que están haciendo no es diferente a chacharear en un corrillo o una tertulia con los amigos o vecinos, en la esquina de la calle, en un café, en el patio trasero de la casa. Y que, por tanto, pueden escribir lo que quieran (suposiciones infundadas, chismes, necedades) y escribirlo en la forma mediocre que quieran.

Pues no es así: las audiencias que uno tiene en Twitter, por muy pequeñas que sean, se vuelven en la práctica masivas y globales, gracias a un mecanismo equiparable al de la teoría de los seis grados de separación (que, incluso, dicen, en las redes sociales son menos de seis).

De modo que es erróneo pensar que las afirmaciones que formulamos en esta red social no tienen más consecuencias que las de una boutade expresada en privado (o, si no, que lo diga el funcionario del nuevo gobierno de Madrid que hace poco tuvo que renunciar por culpa de unos tuits emitidos en el pasado). Por lo demás, en lo que estrictamente a la escritura se refiere, alguien que respete la palabra (y ese respeto deber ser vocacional en todo periodista) no redactaría en forma chambona ni la lista de mercado.