De cara al azul del cielo tropical, en el estado de introversión que propician los días santos, las continuas bandadas de aves que atravesaban el horizonte me conducían una y otra vez a “La carencia”, el poema de Alejandra Pizarnik: Yo no sé de pájaros,/ no conozco la historia del fuego./ Pero creo que mi soledad debería tener alas. La poesía era palpable. Yo estaba en medio del Caribe, esta región alucinante cuya luz pareciera reflejar el derroche de emociones que suscita, donde la naturaleza ha concentrado ese milagro llamado biodiversidad. Y ese batir de alas silencioso, ese paso imperturbable de los diestros escuadrones que surcando las corrientes escoltan a un enigmático comandante me llevaban a cavilar sobre un fenómeno presente desde el origen de la vida: las migraciones. Yo no sé de pájaros, pero al contemplar su marcha sobre los diáfanos cielos, yo presumía la carencia de Pizarnik vinculada fatalmente a una urgencia de libertad.
Las migraciones son pura supervivencia. Son un prodigio natural del que los hombres poco sabemos, aunque ellas hayan marcado nuestro principio biológico. Están envueltas en un halo de misterio que cautiva imperiosamente a los científicos, y eso explica su regocijo al resolver el enigma de las Setophaga striatas –llamadas también bijiritas de cabeza negra, chipes gorrinegros o reinitas rayadas– en su vuelo migratorio desde el noreste de la América del Norte hasta el noreste de la América del Sur. Mediante minúsculos geolocalizadores colocados en el cuerpo de las pequeñas aves del bosque boreal, un grupo de científicos pudo comprobar que, tal como se había supuesto por más de cincuenta años, volando sin escalas sobre el Atlántico las reinitas rayadas recorren durante tres días un trayecto que cubre entre 2.270 y 2.770 kilómetros, según especifica el documento “Transoceanic migration by a 12 g songbird”, publicado por Biology Letters. Haber podido registrar esta proeza no hace otra cosa que evidenciar que las migraciones son forzosas e inherentes a los seres vivos, y, aunque los motivos aún son materia especulativa, todo indica que se trata de la legítima escogencia entre migrar o morir, que imita la condición de un universo condenado a perpetuo movimiento.
Todo va de un lado a otro, también se mueven los hombres cuando se sienten amenazados en su entorno natural; pero a diferencia de los animales, el sorprendente ser humano, dotado de inteligencia, no tiene capacidad para comprender las migraciones de su especie. Resultan inaceptables las barreras oprobiosas, la carencia de libertad para desplazarse en un planeta que a todos nos pertenece por igual, cuando las condiciones de vida son adversas. No hay razón que justifique tragedias como la del pasado febrero en el canal de Sicilia, donde más de 300 inmigrantes de los 420 que partieron de las costas africanas murieron en las gélidas aguas del Mediterráneo en una fatal migración de supervivencia.
Cualquiera de estos llamados ilegales bien podría haber reescrito los versos de la Pizarnik de esta forma: Yo no sé de pájaros,/ no conozco la historia del fuego./ Pero creo que mi penuria debería tener alas.
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