Diez gotas de boldo y ruibarbo en medio vaso de agua antes del almuerzo, para limpiar el hígado. Un purgante de aceite de ricino Squibb o sal de Epson una vez al mes. Después de tomarse el purgante, había que permanecer un rato acostados sobre el lado derecho, “para que llegara al hígado”. Aceite de hígado de bacalao y Emulsión de Scott para fortalecernos. Fitina para la memoria y Kola Granulada JGB, la del tarrito rojo: de deliciosos gránulos rojos. Si sufríamos una caída, nos daban un purgante para “sacarnos el golpe”, como si fuéramos un carro chocado. Cofrón y Minevitan: reconstituyentes. Una pastilla de alcanfor en una bolsita en el pecho en contacto con la piel, para evitar la gripa. Curarina, de Juan Salas Nieto: antídoto para picaduras de insectos. Tintura de árnica, para golpes. A los recién nacidos les ponían una pulsera con una pepita gris para prevenirlos del mal de ojo. La cataplasma de Antiflogistina o de Numoticine con algodón en pecho y espalda, para el catarro. Todo lo curaban a punta de Vick Vaporub y alcohol: eran “milagrosos”. “La Muñequita” era una bolsita de tela fina con boro talco, para empolvarnos el cuerpo cuando teníamos salpullido, después del baño con agua de matarratón. Antes de acostarnos, unas gotas de Ceregumil, para un sueño sereno. “Para el pecho y el pulmón: Pectoral de marañón”. Otros medicamentos eran las píldoras Hermosina, de Laboratorios Antonior, “para la salud de la mujer”. “Píldoras de vida del Dr. Ross, cuando yo las tomo me siento mejor”. OK Gómez, para dolores. Tabonuco Pectoral. Agua mineral depurativa de Walter Carroll, Cholagogue Indio, de Oswood. Cafiaspirina Bayer y Mejoral, que “es mejor y quita el mal”. Este era el vademécum de antes...

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